Pacem in terris
Con la encíclica « Pacem in terris », Juan XXIII pone de relieve el tema de la paz, en una época marcada por la proliferación nuclear. La « Pacem in terris » contiene, además, la primera reflexión a fondo de la Iglesia sobre los derechos humanos; es la encíclica de la paz y de la dignidad de las personas. Continúa y completa el discurso de la « Mater et magistra » y, en la dirección indicada por León XIII, subraya la importancia de la colaboración entre todos: es la primera vez que un documento de la Iglesia se dirige también « a todos los hombres de buena voluntad », llamados a una tarea inmensa: « la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad ». La « Pacem in terris » se detiene sobre los poderes públicos de la comunidad mundial, llamados a « examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural ». En el décimo aniversario de la « Pacem in terris », el Cardenal Maurice Roy, Presidente de la Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », envió a Pablo VI una carta, acompañada de un documento con un serie de reflexiones sobre el valor de la enseñanza de la encíclica del Papa Juan para iluminar los nuevos problemas vinculados con la promoción de la paz (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 95).
Son, en efecto, estas leyes las que enseñan claramente a los hombres, primero, cómo deben regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana; segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados; finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados, y de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una exigencia urgente del bien común universal (n. 7).
Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual
Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[147], comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas (Caritas in veritate, n. 67).
El principio de subsidiariedad en el plano mundial
Además, así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación (n. 140).
Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual
El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación». Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio de subsidiaridad, expresión de la inalienable libertad, es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz (Caritas in veritate, n. 57).
Por tanto, entre las tareas más graves de los hombres de espíritu generoso hay que incluir, sobre todo, la de establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad: primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y de otro, la comunidad mundial. Tarea sin duda gloriosa, porque con ella podrá consolidarse la paz verdadera según el orden establecido por Dios (n. 163).
Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual
Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional -también política, podríamos decir- de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras (Caritas in veritate, n. 7).
La dignidad de la persona humana
Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna.
Pacem in Terris, n. 10
Libertad y verdad
Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia (Rom 2, 15). Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan (cf. Sal 18, 8-11).
Pacem in Terris, n. 5
Los derechos humanos
Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre, observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno deber prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios necesarios para su sustento.
Pacem in Terris, n. 11
En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto.
Pacem in Terris, n. 9
A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios derechos: defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII con estas palabras: “del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario” (Pio XII, Mensaje Navideño, 1942).
Pacem in Terris, n. 27
Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los derechos y de los deberes, los hombres se abren inmediatamente al mundo de las realidades espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal sociedad. Y no es esto todo, porque, movidos profundamente por estas mismas causas, se sienten impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que es superior al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las relaciones que los unen con Dios son el fundamento de su vida, de esa vida que viven en la intimidad de su Espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.
Pacem in Terris, n. 45
Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada hombre corresponda en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier derecho fundamental del hombre deriva su fuerza moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e impone el correlativo deber. Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen.
Pacem in Terris, n. 30
Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí. Por lo cual, las discriminaciones raciales no encuentran ya justificación alguna, a lo menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una importancia extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los principios que hemos recordado. Porque cuando en un hombre surge la conciencia de los propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias obligaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras los demás tienen el deber de reconocerlos y respetarlos.
Pacem in Terris, n. 44
Sociedad, fundada en la verdad
Por eso, la convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia del apóstol San Palo: “Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues que todos somos miembros unos de otros” (Efe 4, 25). Esto ocurrir., ciertamente, cuando cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los deberes que tiene para con los demás.
Pacem in Terris, n. 35
Hay que establecer como primer principio que las relaciones internacionales deben regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se reconozca como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar todo lo anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena fama y a que se le rindan los debidos honores.
Pacem in Terris, n. 86
Subsidiariedad
Además, así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación. Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos.
Pacem in Terris, nn. 140-141
Participación
Añádese a lo dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el derecho a tomar parte activa en la vida pública y contribuir al bien común. Pues, como dice nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, “el hombre, como tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin” (Mensaje por radio en la Víspera de Navidad, 1944).
Pacem in Terris, n. 26
Libertad social
Hay que indicar otro principio: el de que las relaciones internacionales deben ordenarse según una norma de libertad. El sentido de este principio es que ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse de forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas presten ayuda a las demás, a fin de que estas últimas adquieran una conciencia cada vez mayor de sus propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y actúen como protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores.
Pacem in Terris, n. 120
El bien común
Ahora bien, si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien común, y por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las instituciones civiles -en medio de las cuales la autoridad pública se desenvuelve, actúa y obtiene su fin -deben poseer una forma y eficacia tales, que puedan alcanzar el bien común por las vías y los procedimientos más adecuados a las distintas situaciones de la realidad.
Pacem in Terris, n. 136
En la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder público.
Pacem in Terris, n. 60
El bien común también demanda que las autoridades civiles deben de hacer verdaderos esfuerzos para crear una situación donde los ciudadanos individuales puedan ejercitar sus derechos y cumplir con sus deberes fácilmente. Porque, la experiencia nos ha enseñado que si estos autoridades no tomen acción adecuada en relación a los asuntos económicas, políticas, y culturales, el desequilibrio entre los ciudadanos suele ser cada vez más definido sobre todo en el mundo, y como resulta los derechos humanos quedan totalmente ineficaces....
Pacem in Terris, n. 63
El papel del Estado
Más aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad de una autoridad rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente. Es un aviso del mismo Dios: “Oíd, pues, ¡oh reyes!, y entended: aprended, vosotros, los que domináis los confines de la tierra. Aplicad al Oído los que imper.is sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos “ (Sabiduría 6, 2-4).
Pacem in Terris, n. 83
La regla de la ley
La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: “El mismo orden absoluto de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir.... Y como ese orden absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación en la autoridad de Dios” (Pío XII, Mensaje por radio en la Víspera de Navidad, 1944).
Pacem in Terris, n. 47
El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; más aún, en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: “En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón y así considerada es manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia” (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I-II, 93, 3, ad 2).
Pacem in Terris, n. 51
El papel del gobierno
Sin embargo, para que esta organización jurídica y política de la comunidad rinda las ventajas que le son propias, es exigencia de la misma realidad que las autoridades actúen y resuelvan las dificultades que surjan con procedimientos y medios idóneos, ajustados a las funciones específicas de su competencia y a la situación actual del país. Esto implica, además, la obligación que el poder legislativo tiene, en el constante cambio que 1a realidad impone, de no descuidar jamás en su actuación las normas morales, las bases constitucionales del Estado y las exigencias del bien común. Reclama, en segundo lugar, que la administración pública resuelva todos los casos en consonancia con el derecho, teniendo a la vista la legislación vigente y con cuidadoso examen crítico de la realidad concreta. Exige, por último, que el poder judicial dé a cada cual su derecho con imparcialidad plena y sin dejarse arrastrar por presiones de grupo alguno. Es también exigencia de la realidad que tanto el ciudadano como los grupos intermedios tengan a su alcance los medios legales necesarios para defender sus derechos y cumplir sus obligaciones, tanto en el terreno de las mutuas relaciones privadas como en sus contactos con los funcionarios públicos
Pacem in Terris, n. 69
Formas de gobierno
En realidad, para determinar cuál haya de ser la estructura política de un país o el procedimiento apto para el ejercicio de las funciones públicas es necesario tener muy en cuenta la situación actual y las circunstancias de cada pueblo; situación y circunstancias que cambian en función de los lugares y de las épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con la propia naturaleza del hombre una organización de la convivencia compuesta por las tres clases de magistraturas que mejor respondan a la triple función principal de la autoridad pública; porque en una comunidad política así organizada, las funciones de cada magistratura y las relaciones entre el ciudadano y los servidores de la cosa pública quedan definidas en términos jurídicos. Tal estructura política ofrece, sin duda, una eficaz garantía al ciudadano tanto en el ejercicio de sus derechos como en el cumplimiento de sus deberes.
Pacem in Terris, n. 68
Sindicatos
De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de asociación; el de dar a las asociaciones que creen, la forma más idónea para obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente y con propia responsabilidad, y el de conducirlas a los resultados previstos.
Pacem in Terris, n. 23
Problemas ambientales
Es un hecho de todos conocido que en algunas regiones existe evidente desproporción entre la extensión de tierras cultivables y el número de habitantes; en otras, entre las riquezas del suelo y los instrumentos disponibles para el cultivo; por consiguiente, es preciso que haya una cooperación internacional para procurar un más fácil intercambio de bienes, capitales y personas.
Pacem in Terris, n. 101
Armas
En sentido opuesto vemos, con gran dolor, cómo en las naciones económicamente más desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican todavía, enormes armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de energías espirituales y materiales. Con esta política resulta que, mientras los ciudadanos de tales naciones se ven obligados a soportar sacrificios muy graves, otros pueblos, en cambio, quedan sin las ayudas necesarias para su progreso económico y social.
Pacem in Terris, n. 109
El bien común universal
Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin tener en cuenta la persona humana, lo mismo debe decirse del bien común general; por lo que la autoridad pública mundial ha de tender principalmente a que los derechos de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor facilidad.
Pacem in Terris, n. 139
Deseamos, pues, vehementemente, que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos. Ojalá llegue pronto el tiempo en que esta Organización pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre, derechos que, por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son universales, inviolables e inmutables. Tanto más cuanto que hoy los hombres, por participar cada vez más activamente en los asuntos públicos de sus respectivas naciones, siguen con creciente interés la vida de los demás pueblos y tienen una conciencia cada día más honda de pertenecer como miembros vivos a la gran comunidad mundial.
Pacem in Terris, n. 145
Emigración
El paterno amor con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres nos hace sentir una profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria por motivos políticos. La multitud de estos exiliados, innumerables sin duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por muchos e increíbles dolores. Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión o incluso queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de la sociedad civil se subvierte; porque la autoridad pública está destinada, por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus derechos.
Pacem in Terris, nn. 103-104