El apóstol Santiago
«País de Zabulón y país de Neftalí,
camino del mar, al otro lado del Jordán,
Galilea de los gentiles.
El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande;
a los que habitaban en tierra y sombras de muerte,
una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
-«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-«Venid y seguidme, y os, haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
Clave de lectura
III Domingo del Tiempo Ordinario, 26 de enero de 2020
Homilía del Papa Francisco
«Jesús comenzó a predicar» (Mt 4,17). Así, el evangelista Mateo introdujo el ministerio de Jesús: Él, que es la Palabra de Dios, vino a hablarnos con sus palabras y con su vida. En este primer domingo de la Palabra de Dios vamos a los orígenes de su predicación, a las fuentes de la Palabra de vida. Hoy nos ayuda el Evangelio (Mt 4, 12-23), que nos dice cómo, dónde y a quién Jesús comenzó a predicar.
1. ¿Cómo comenzó? Con una frase muy simple: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos» (v. 17). Esta es la base de todos sus discursos: Nos dice que el reino de los cielos está cerca. ¿Qué significa? Por reino de los cielos se entiende el reino de Dios, es decir su forma de reinar, de estar ante nosotros. Ahora, Jesús nos dice que el reino de los cielos está cerca, que Dios está cerca. Aquí está la novedad, el primer mensaje: Dios no está lejos, el que habita los cielos descendió a la tierra, se hizo hombre. Eliminó las barreras, canceló las distancias. No lo merecíamos: Él vino a nosotros, vino a nuestro encuentro. Y esta cercanía de Dios con su pueblo es una costumbre suya, desde el principio, incluso desde el Antiguo Testamento. Le dijo al pueblo: “Piensa: ¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como yo lo estoy contigo?” (cf. Dt 4,7). Y esta cercanía se hizo carne en Jesús.
Es un mensaje de alegría: Dios vino a visitarnos en persona, haciéndose hombre. No tomó nuestra condición humana por un sentido de responsabilidad, no, sino por amor. Por amor asumió nuestra humanidad, porque se asume lo que se ama. Y Dios asumió nuestra humanidad porque nos ama y libremente quiere darnos esa salvación que nosotros solos no podemos darnos. Él desea estar con nosotros, darnos la belleza de vivir, la paz del corazón, la alegría de ser perdonados y de sentirnos amados.
Entonces entendemos la invitación directa de Jesús: “Convertíos”, es decir, “cambia tu vida”. Cambia tu vida porque ha comenzado una nueva forma de vivir: ha terminado el tiempo de vivir para ti mismo; ha comenzado el tiempo de vivir con Dios y para Dios, con los demás y para los demás, con amor y por amor. Jesús también te repite hoy: “¡Ánimo, estoy cerca de ti, hazme espacio y tu vida cambiará!”. Jesús llama a la puerta. Es por eso que el Señor te da su Palabra, para que puedas aceptarla como la carta de amor que escribió para ti, para hacerte sentir que está a tu lado. Su Palabra nos consuela y nos anima. Al mismo tiempo, provoca la conversión, nos sacude, nos libera de la parálisis del egoísmo. Porque su Palabra tiene este poder: cambia la vida, hace pasar de la oscuridad a la luz. Esta es la fuerza de su Palabra.
2. Si vemos dónde Jesús comenzó a predicar, descubrimos que comenzó precisamente en las regiones que entonces se consideraban “oscuras”. La primera lectura y el Evangelio, de hecho, nos hablan de aquellos que estaban «en tierra y sombras de muerte»: son los habitantes del «territorio de Zabulón y Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles» (Mt 4,15-16; cf. Is 8,23-9,1). Galilea de los gentiles: la región donde Jesús inició a predicar se llamaba así porque estaba habitada por diferentes personas y era una verdadera mezcla de pueblos, idiomas y culturas. De hecho, estaba la vía del mar, que representaba una encrucijada. Allí vivían pescadores, comerciantes y extranjeros: ciertamente no era el lugar donde se encontraba la pureza religiosa del pueblo elegido. Sin embargo, Jesús comenzó desde allí: no desde el atrio del templo en Jerusalén, sino desde el lado opuesto del país, desde la Galilea de los gentiles, desde un lugar fronterizo. Comenzó desde una periferia.
De esto podemos sacar un mensaje: la Palabra que salva no va en busca de lugares preservados, esterilizados y seguros. Viene en nuestras complejidades, en nuestra oscuridad. Hoy, como entonces, Dios desea visitar aquellos lugares donde creemos que no llega. Cuántas veces preferimos cerrar la puerta, ocultando nuestras confusiones, nuestras opacidades y dobleces. Las sellamos dentro de nosotros mientras vamos al Señor con algunas oraciones formales, teniendo cuidado de que su verdad no nos sacuda por dentro. Y esta es una hipocresía escondida. Pero Jesús —dice el Evangelio hoy— «recorría toda Galilea […], proclamando el Evangelio del reino y curando toda enfermedad» (v. 23). Atravesó toda aquella región multifacética y compleja. Del mismo modo, no tiene miedo de explorar nuestros corazones, nuestros lugares más ásperos y difíciles. Él sabe que sólo su perdón nos cura, sólo su presencia nos transforma, sólo su Palabra nos renueva. A Él, que ha recorrido la vía del mar, abramos nuestros caminos más tortuosos —aquellos que tenemos dentro y que no deseamos ver, o escondemos—; dejemos que su Palabra entre en nosotros, que es «viva y eficaz, tajante […] y juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12).
3. Finalmente, ¿a quién comenzó Jesús a hablar? El Evangelio dice que «paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos […] que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”» (Mt 4,18-19). Los primeros destinatarios de la llamada fueron pescadores; no personas cuidadosamente seleccionadas en base a sus habilidades, ni hombres piadosos que estaban en el templo rezando, sino personas comunes y corrientes que trabajaban.
Evidenciamos lo que Jesús les dijo: os haré pescadores de hombres. Habla a los pescadores y usa un lenguaje comprensible para ellos. Los atrae a partir de su propia vida. Los llama donde están y como son, para involucrarlos en su misma misión. «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (v. 20). ¿Por qué inmediatamente? Sencillamente porque se sintieron atraídos. No fueron rápidos y dispuestos porque habían recibido una orden, sino porque habían sido atraídos por el amor. Los buenos compromisos no son suficientes para seguir a Jesús, sino que es necesario escuchar su llamada todos los días. Sólo Él, que nos conoce y nos ama hasta el final, nos hace salir al mar de la vida. Como lo hizo con aquellos discípulos que lo escucharon.
Por eso necesitamos su Palabra: en medio de tantas palabras diarias, necesitamos escuchar esa Palabra que no nos habla de cosas, sino que nos habla de vida.
Queridos hermanos y hermanas: Hagamos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios. Leamos algún versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio; mantengámoslo abierto en casa, en la mesita de noche, llevémoslo en nuestro bolsillo o en el bolso, veámoslo en la pantalla del teléfono, dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad y que nos guía con amor a lo largo de nuestra vida.
-«Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
-«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
-«¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
-«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
-« ¿Pero quién es éste? ¡ Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la liturgia de hoy se narra el episodio de la tempestad calmada por Jesús (Mc 4,35-41). La barca en la que los discípulos atraviesan el lago es asaltada por el viento y las olas y ellos temen hundirse. Jesús está con ellos en la barca, sin embargo, se queda en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos, llenos de miedo, le gritan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
Y muchas veces también nosotros, asaltados por las pruebas de la vida, hemos gritado al Señor: “¿Por qué te quedas en silencio y no haces nada por mí?”. Sobre todo cuando parece que nos hundimos, porque el amor o el proyecto en el que habíamos puesto grandes esperanzas desvanece; o cuando estamos a merced de las persistentes olas de la ansiedad; o cuando nos sentimos sumergidos por los problemas o perdidos en medio del mar de la vida, sin ruta y sin puerto. O incluso, en los momentos en los que desaparece la fuerza para ir adelante, porque falta el trabajo o un diagnóstico inesperado nos hace temer por nuestra salud o la de un ser querido. Son muchos los momentos en los que nos sentimos en tempestad, nos sentimos casi acabados.
En estas situaciones y en muchas otras, también nosotros nos sentimos ahogados por el miedo y, como los discípulos, corremos el riesgo de perder de vista lo más importante. En la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y comparte con los suyos todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado nos sorprende, y por el otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de hecho, espera – por así decir - que seamos nosotros los que le impliquemos, le invoquemos, le pongamos en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca el despertarnos. Porque, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que Dios está, que existe, sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario también alzar la voz con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él. La oración, muchas veces, es un grito: “¡Señor, sálvame!”. Hoy, día del refugiado, estaba viendo en el programa “A sua immagine” (A su imagen), muchos que vienen en pateras y cuando se van a ahogar gritan: “¡Sálvanos!”. También en nuestra vida sucede lo mismo: “¡Señor, sálvanos!”, y la oración se convierte en un grito.
Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr v. 38). Este es el inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar la ruta. La fe comienza por el creer que no bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios. Cuando vencemos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, cuando superamos la falsa religiosidad que no quiere incomodar a Dios, cuando le gritamos a Él, Él puede obrar maravillas en nosotros. Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros.
Jesús, implorado por los discípulos, calma el viento y las olas. Y les plantea una pregunta, una pregunta que nos concierne también a nosotros: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (v. 40). Los discípulos se habían dejado llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así: ¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento de la necesidad! Pidamos hoy la gracia de una fe que no se canse de buscar al Señor, de llamar a la puerta de su Corazón. La Virgen María, que en su vida nunca dejó de confiar en Dios, despierte en nosotros la necesidad vital de encomendarnos a Él cada día.
-«Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacia doce años. Muchos médicos la hablan sometido a toda clase de tratamientos, y se habla gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que habla salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando:
-«¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron:
-«Ves como te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha tocado? "»
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo:
-«Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
-«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
-«No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo:
-«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
-«Talitha qum» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo, 27 de junio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy en el Evangelio (cf. Mc 5,21-43) Jesús se tropieza con nuestras dos situaciones más dramáticas, la muerte y la enfermedad. De ellas libera a dos personas: una niña, que muere justo cuando su padre ha ido a pedir ayuda a Jesús; y una mujer, que desde hace muchos años tiene flujo de sangre. Jesús se deja tocar por nuestro dolor y nuestra muerte, y obra dos signos de curación para decirnos que ni el dolor ni la muerte tienen la última palabra. Nos dice que la muerte no es el final. Vence a este enemigo, del que solos no podemos liberarnos.
Centrémonos, sin embargo, en este momento en que la enfermedad sigue ocupando las primeras páginas, en el otro signo, la curación de la mujer. Más que su salud, eran sus afectos los que estaban comprometidos, ¿por qué?: tenía flujos de sangre y, por lo tanto, según la mentalidad de la época, era considerada impura. Era una mujer marginada, no podía tener relaciones estables, no podía tener un marido, no podía tener una familia y no podía tener relaciones sociales normales porque era impura. Una enfermedad que la hacía impura. Vivía sola, con el corazón herido. ¿Cuál es la peor enfermedad de la vida? ¿El cáncer?, ¿la tuberculosis? ¿la pandemia? No. La peor enfermedad de la vida es la falta de amor, es no poder amar. Esta pobre mujer estaba enferma, sí, de flujos de sangre, pero en consecuencia de falta de amor porque no podía hacer vida social con los demás. Y la curación que más importa es la de los afectos. Pero, ¿cómo encontrarla? Podemos pensar en nuestros afectos: ¿están enfermos o tienen buena salud? ¿Están enfermos? Jesús es capaz de curarlos.
La historia de esta mujer sin nombre —la llamamos así, “la mujer sin nombre”—, con la que todos podemos identificarnos, es ejemplar. El texto dice que había probado muchas curas, y «gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor» (v. 26). También nosotros, ¿cuántas veces nos arrojamos sobre remedios equivocados para saciar nuestra falta de amor? Pensamos que el éxito y el dinero nos hacen felices, pero el amor no se compra, es gratuito. Nos refugiamos en lo virtual, pero el amor es concreto. No nos aceptamos tal y como somos y nos escondemos detrás de los trucos del mundo exterior, pero el amor no es apariencia. Buscamos soluciones de magos y de gurús, sólo para encontrarnos sin dinero y sin paz, como aquella mujer. Ella, finalmente, elige a Jesús y se abalanza entre la multitud para tocar el manto, el manto de Jesús. Es decir, esa mujer busca el contacto directo, el contacto físico con Jesús. En esta época, especialmente, hemos comprendido lo importantes que son el contacto y las relaciones. Lo mismo ocurre con Jesús: a veces nos contentamos con observar algún precepto y repetir oraciones —muchas veces como loros— pero el Señor espera que nos encontremos con Él, que le abramos el corazón, que toquemos su manto como la mujer para sanar. Porque, al entrar en intimidad con Jesús, se curan nuestros afectos.
Esto es lo que quiere Jesús. Leemos, en efecto, que, no obstante estuviera apretujado por la muchedumbre, miraba a su alrededor para buscar a quien le había tocado, estrechado; los discípulos decían: “Pero mira que la muchedumbre te apretuja...” No. “¿Quien me ha tocado?” Es la mirada de Jesús: hay tanta gente, pero Él va en busca de un rostro y de un corazón lleno de fe. Jesús no mira al conjunto, como nosotros, mira a la persona. No se detiene ante las heridas y los errores del pasado, va más allá de los pecados y los prejuicios. Todos tenemos una historia, y cada uno de nosotros en secreto conoce bien las cosas malas de la suya. Pero Jesús las mira para curarlas. En cambio a nosotros nos gusta mirar lo malo de los demás... Cuántas veces, cuando hablamos caemos en el cotilleo que es hablar mal de los demás, "despellejar" a los demás. Pero mira qué horizonte de vida es ese. No como Jesús que mira siempre el modo de salvarnos, mira el hoy, la buena voluntad y no la mala historia que tenemos. Jesús va más allá de los pecados. Jesús va más allá de los prejuicios. No se queda en las apariencias, Jesús llega al corazón. Y la cura precisamente a ella, a la que habían rechazado todos. Con ternura la llama «hija» (v. 34) —el estilo de Jesús era la cercanía, la compasión y la ternura: “Hija...”— y alaba su fe, devolviéndole la confianza en sí misma.
Hermana, hermano, estás aquí, deja que Jesús mire y sane tu corazón. Yo también tengo que hacerlo: dejar que Jesús mire mi corazón y lo cure. Y si ya has sentido su mirada tierna sobre ti, imítalo, haz como Él. Mira a tu alrededor: verás que muchas personas que viven cerca de ti se sienten heridas y solas, necesitan sentirse amadas: da el paso. Jesús te pide una mirada que no se quede en las apariencias, sino que llegue al corazón; que no juzgue —terminemos de juzgar a lo demás—, Jesús nos pide una mirada que no juzgue sino que acoja. Abramos nuestro corazón para acoger a los demás. Porque sólo el amor sana la vida, solo el amor sana la vida. Que la Virgen, Consuelo de los afligidos, nos ayude a llevar una caricia a los heridos, a los heridos en el corazón que encontremos en nuestro camino. Y a no juzgar, a no juzgar la realidad personal, social, de los demás. Dios ama a todos. No juzguéis, dejad vivir a los demás y tratad de acercaros con amor.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 5, 21-43) presenta dos prodigios hechos por Jesús, describiéndolos casi como una especie de marcha triunfal hacia la vida.
Primero el Evangelista narra acerca de un cierto Jairo, uno de los jefes de la Sinagoga, que va donde Jesús y le suplica ir a su casa porque la hija de doce años se está muriendo. Jesús acepta y va con él; pero, de camino, llega la noticia de que la chica ha muerto. Podemos imaginar la reacción de aquel padre. Pero Jesús le dice: «No temas. Solamente ten fe» (v. 36). Llegados a casa de Jairo, Jesús hace salir a la gente que lloraba —había también mujeres dolientes que gritaban fuerte— y entra en la habitación solo con los padres y los tres discípulos y dirigiéndose a la difunta dice: «Muchacha, a ti te digo, levántate» (v. 41). E inmediatamente la chica se levanta, como despertándose de un sueño profundo (cf. v. 42).
Dentro del relato de este milagro, Marcos incluye otro: la curación de una mujer que sufría de hemorragias y se cura en cuanto toca el manto de Jesús (cf. v. 27). Aquí impresiona el hecho de que la fe de esta mujer atrae —a mí me entran ganas de decir «roba»— el poder divino de salvación que hay en Cristo, el que, sintiendo que una fuerza «había salido de Él», intenta entender qué ha pasado. Y cuando la mujer, con mucha vergüenza, se acercó y confesó todo, Él le dice: «Hija, tu fe te ha salvado» (v. 34). Se trata de dos relatos entrelazados, con un único centro: la fe, y muestran a Jesús como fuente de vida, como Aquél que vuelve a dar la vida a quien confía plenamente en Él. Los dos protagonistas, es decir, el padre de la muchacha y la mujer enferma, no son discípulos de Jesús y sin embargo son escuchados por su fe. Tienen fe en aquel hombre. De esto comprendemos que en el camino del Señor están admitidos todos: ninguno debe sentirse un intruso o uno que no tiene derecho. Para tener acceso a su corazón, al corazón de Jesús hay un solo requisito: sentirse necesitado de curación y confiarse a Él. Yo os pregunto: ¿Cada uno de vosotros se siente necesitado de curación? ¿De cualquier cosa, de cualquier pecado, de cualquier problema? Y, si siente esto, ¿tiene fe en Jesús? Son dos los requisitos para ser sanados, para tener acceso a su corazón: sentirse necesitados de curación y confiarse a Él. Jesús va a descubrir a estas personas entre la muchedumbre y les saca del anonimato, los libera del miedo de vivir y de atreverse. Lo hace con una mirada y con una palabra que los pone de nuevo en camino después de tantos sufrimientos y humillaciones. También nosotros estamos llamados a aprender y a imitar estas palabras que liberan y a estas miradas que restituyen, a quien está privado, las ganas de vivir.
En esta página del Evangelio se entrelazan los temas de la fe y de la vida nueva que Jesús ha venido a ofrecer a todos. Entrando en la casa donde la muchacha yace muerta, Él echa a aquellos que se agitan y se lamentan (cf. v. 40) y dice: «La niña no ha muerto; está dormida» (v. 39). Jesús es el Señor y delante de Él la muerte física es como un sueño: no hay motivo para desesperarse. Otra es la muerte de la que tener miedo: la del corazón endurecido por el mal. ¡De esa sí que tenemos que tener miedo! Cuando sentimos que tenemos el corazón endurecido, el corazón que se endurece y, me permito la palabra, el corazón momificado, tenemos que sentir miedo de esto. Esta es la muerte del corazón. Pero incluso el pecado, incluso el corazón momificado, para Jesús nunca es la última palabra, porque Él nos ha traído la infinita misericordia del Padre. E incluso si hemos caído, su voz tierna y fuerte nos alcanza: «Yo te digo: ¡Levántate!». Es hermoso sentir aquella palabra de Jesús dirigida a cada uno de nosotros: «yo te digo: Levántate. Ve. ¡Levántate, valor, levántate!». Y Jesús vuelve a dar la vida a la muchacha y vuelve a dar la vida a la mujer sanada: vida y fe a las dos.
Pidamos a la Virgen María que acompañe nuestro camino de fe y de amor concreto, especialmente hacia quien está en necesidad. E invoquemos su maternal intercesión para nuestros hermanos que sufren en el cuerpo y en el espíritu.
-«Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Policlínico « Agostino Gemelli »
Domingo, 11 de julio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me alegra poder mantener la cita dominical del Ángelus también aquí desde el Hospital Gemelli. Os doy las gracias a todos: he sentido vuestra cercanía y el apoyo de vuestras oraciones. Gracias de todo corazón. El Evangelio que se lee hoy en la Liturgia narra que los discípulos de Jesús, enviados por Él, «ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,13). Este "aceite" nos hace pensar también en el sacramento de la Unción de los enfermos, que da consuelo al espíritu y al cuerpo. Pero este "aceite" es también la escucha, la cercanía, la atención, la ternura de quien cuida a la persona enferma: es como una caricia que hace que nos sintamos mejor, que calma el dolor y anima. Todos nosotros, todos, necesitamos tarde o temprano, esta "unción", la cercanía y la ternura, y todos podemos dársela a alguien, con una visita, una llamada telefónica, una mano tendida a quien necesita ayuda. Recordemos que, en el protocolo del Juicio Final (Mateo, 25) una de las cosas que nos preguntarán será la cercanía a los enfermos.
En estos días de hospitalización, he experimentado una vez más lo importante que es un buen servicio sanitario, accesible a todos, como el que hay en Italia y en otros países. Un servicio sanitario gratuito que garantice un buen servicio accesible para todos. No debemos perder este bien tan precioso. ¡Tenemos que mantenerlo! Y para ello debemos esforzarnos todos, porque sirve a todos y requiere la contribución de todos. También en la Iglesia pasa a veces que alguna institución sanitaria, debido a una gestión inadecuada, no va bien económicamente, y el primer pensamiento que se nos ocurre es venderla. Pero la vocación, en la Iglesia, no es tener dinero, es hacer un servicio, y el servicio es siempre gratuito. No os olvidéis de esto: salvar las instituciones gratuitas.
Quiero expresar mi aprecio y mi aliento a los médicos, a los sanitarios y a todo el personal de este hospital y de otros hospitales. ¡Cuánto trabajan! Y recemos por todos los enfermos. Aquí hay algunos pequeños amigos enfermos... ¿por qué sufren los niños? Por qué sufren los niños es una pregunta que toca el corazón. Acompañarlos con la oración y rezar por todos los enfermos, especialmente por los que se encuentran en las condiciones más difíciles: que no se deje a nadie solo, que todos reciban la unción de la escucha, de la cercanía, de la ternura y del cuidado. Lo pedimos por intercesión de María, nuestra Madre, Salud de los Enfermos.
-«Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco.»
Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La actitud de Jesús que observamos en el Evangelio de la Liturgia de hoy (Mc 6,30-34) nos ayuda a comprender dos aspectos importantes de la vida. El primero es el descanso. A los Apóstoles que regresan de las fatigas de la misión y, con entusiasmo, se ponen a contar todo lo que han hecho, Jesús les dirige con ternura una invitación: «Venid vosotros solos a un lugar desierto, para descansar un poco» (v. 31). Les invita al descanso.
Haciendo esto, Jesús nos da una valiosa enseñanza. A pesar de que se alegra de ver a sus discípulos contentos por los prodigios de su predicación, no se alarga en felicitaciones y preguntas, sino que se preocupa de su cansancio físico e interior. ¿Y por qué hace esto? Porque quiere ponerles en guardia contra un peligro que está siempre al acecho, también para nosotros: el peligro de dejarse llevar por el frenesí del hacer, de caer en la trampa del activismo, en el que lo más importante son los resultados que obtenemos y el sentirnos protagonistas absolutos. Cuántas veces sucede también en la Iglesia: estamos atareados, vamos deprisa, pensamos que todo depende de nosotros y, al final, corremos el riesgo de descuidar a Jesús y ponernos siempre nosotros en el centro. Por eso Él invita a los suyos a reposar un poco en otro lugar, con Él. No se trata solo de descanso físico, sino también de descanso del corazón. Porque no basta “desconectar”, es necesario descansar de verdad. ¿Y esto cómo se hace? Para hacerlo, es preciso regresar al corazón de las cosas: detenerse, estar en silencio, rezar, para no pasar de las prisas del trabajo a las de las vacaciones. Jesús no se sustraía a las necesidades de la multitud, pero cada día, antes que nada, se retiraba en oración, en silencio, en la intimidad con el Padre. Su tierna invitación -descansad un poco- debería acompañarnos: guardémonos, hermanos y hermanas, del eficientismo, paremos la carrera frenética que dicta nuestras agendas. Aprendamos a detenernos, a apagar el teléfono móvil, a contemplar la naturaleza, a regenerarnos en el diálogo con Dios.
Sin embargo, el Evangelio narra que Jesús y los discípulos no pueden descansar como querían. La gente los encuentra y acude desde todas partes. Entonces el Señor se compadece. He aquí el segundo aspecto: la compasión, que es el estilo de Dios. El estilo de Dios es cercanía, compasión y ternura. Cuántas veces, en el Evangelio, en la Biblia, encontramos esta frase: “Tuvo compasión”.
Conmovido, Jesús se dedica a la gente y comienza a enseñar (cfr. vv. 33-34). Parece una contradicción, pero en realidad no lo es. De hecho, solo el corazón que no se deja secuestrar por la prisa es capaz de conmoverse, es decir, de no dejarse llevar por sí mismo y por las cosas que tiene que hacer, y de darse cuenta de los demás, de sus heridas, de sus necesidades. La compasión nace de la contemplación. Si aprendemos a descansar de verdad, nos hacemos capaces de compasión verdadera; si cultivamos una mirada contemplativa, llevaremos adelante nuestras actividades sin la actitud rapaz de quien quiere poseer y consumir todo; si nos mantenemos en contacto con el Señor y no anestesiamos la parte más profunda de nuestro ser, las cosas que hemos de hacer no tendrán el poder de dejarnos sin aliento y devorarnos. Necesitamos -escuchad esto-, necesitamos una “ecología del corazón” compuesta de descanso, contemplación y compasión. ¡Aprovechemos el tiempo estivo para ello! Nos ayuda mucho.
Y ahora, recemos a la Virgen, que cultivó el silencio, la oración y la contemplación, y que se conmueve siempre con ternura por nosotros, sus hijos.
-Me da lástima de esta gente; llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer, y si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido desde lejos.
Le replicaron sus discípulos:
-¿Y de dónde se puede sacar pan, aquí, en despoblado, para que se queden satisfechos?
El les preguntó:
-¿Cuántos panes tenéis?
Ellos contestaron:
-Siete.
Mandó que la gente se sentara en el suelo: tomó los siete panes, pronunció la Acción de Gracias, los partió y los fue dando a sus discípulos para que los sirvieran. Ellos los sirvieron a la gente.
Tenían también unos cuantos peces: Jesús los bendijo, y mandó que los sirvieran también.
La gente comió hasta quedar satisfecha, y de los trozos que sobraron llenaron siete canastas; eran unos cuatro mil.
Jesús los despidió, luego se embarcó con sus discípulos y se fue a la región de Dalmanuta.
- «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»
Les preguntó:
- «¿Qué queréis que haga por vosotros?»
Contestaron:
- «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»
Jesús replicó:
- «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Contestaron:
- «Lo somos.»
Jesús les dijo:
- «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.»
Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, reuniéndolos, les dijo:
- «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen.
Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos.
Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 21 de octubre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 10, 35-45) describe a Jesús, que una vez más y con gran paciencia, intenta corregir a sus discípulos convirtiéndolos de la mentalidad del mundo a la de Dios. Le brindan la ocasión los hermanos Santiago y Juan, dos de los primeros que Jesús encontró y llamó a seguirlo. Ya han recorrido un largo camino con Él y pertenecen al grupo de los doce Apóstoles. Por eso, mientras se dirigen a Jerusalén, donde los discípulos esperan con ansia que Jesús, con ocasión de la fiesta de Pascua, instaure finalmente el Reino de Dios, los dos hermanos se arman de valor, se acercan y dirigen al maestro su petición: «Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (v. 37). Jesús sabe que Santiago y Juan están animados por un gran entusiasmo por Él y por la causa del Reino, pero sabe también que sus expectativas y su celo están contaminados por el espíritu del mundo. Por eso responde: «No sabéis lo que pedís» (v. 38). Y mientras ellos hablaban de «tronos de gloria» en los que sentarse junto a Cristo Rey, Él habla de un «cáliz» para beber, de un «bautismo» a recibir, es decir de su pasión y muerte.
Santiago y Juan, siempre mirando al privilegio esperado, dicen deprisa: ¡sí «podemos»! Pero tampoco aquí se dan cuenta de lo que verdaderamente dicen. Jesús preanuncia que su cáliz lo beberán y su bautismo lo recibirán, es decir, ellos también, como los demás apóstoles, participarán en su cruz, cuando llegue el momento. Sin embargo —concluye Jesús— «sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado» (v. 40). Como diciendo: ahora seguidme y aprended el camino del amor «con pérdida», y el Padre celestial se hará cargo del premio. El camino del amor es siempre «con pérdida», porque amar significa dejar a parte el egoísmo, la autorreferencialidad, para servir a los demás. Jesús se da cuenta de que los otros diez Apóstoles se enfadan con Santiago y Juan, demostrando así que tienen la misma mentalidad mundana. Y esto le ofrece la inspiración para una lección que se aplica a los cristianos de todos los tiempos, también para nosotros. Dice: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (v. 42-44). Es la regla del cristiano. El mensaje del Maestro es claro: mientras los grandes de la Tierra construyen «tronos» para el poder propio, Dios elige un trono incómodo, la cruz, desde donde reinar dando la vida: «Tampoco el Hijo del Hombre —dice Jesús— ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (v. 45).
El camino del servicio es el antídoto más eficaz contra la enfermedad de la búsqueda de los primeros puestos; es la medicina para los arribistas, esta búsqueda de los primeros puestos, que infecta muchos contextos humanos y no perdona tampoco a los cristianos, al pueblo de Dios, ni tampoco a la jerarquía eclesiástica. Por lo tanto, como discípulos de Cristo, acojamos este Evangelio como un llamado a la conversión, a dar testimonio con valentía y generosidad de una Iglesia que se inclina a los pies de los últimos, para servirles con amor y sencillez. Que la Virgen María, que se adhirió plenamente y humildemente a la voluntad de Dios, nos ayude a seguir a Jesús con alegría en el camino del servicio, el camino maestro que lleva al Cielo.
CLAVE DE LECTURA 2
CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE 5 NUEVOS CARDENALES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Miércoles 28 de junio de 2017
«Jesús caminaba delante de ellos». Esta es la imagen que nos ofrece el Evangelio que hemos escuchado (Mc 10,32-45), y que hace de escenario también para el acto que estamos realizando: un Consistorio para la creación de nuevos Cardenales.
Jesús camina con decisión hacia Jerusalén. Sabe bien lo que allí le aguarda y ha hablado ya de ello muchas veces a sus discípulos. Pero entre el corazón de Jesús y el corazón de los discípulos hay una distancia, que sólo el Espíritu Santo podrá colmar. Jesús lo sabe; por esto tiene paciencia con ellos, habla con sinceridad y sobre todo les precede, camina delante de ellos.
A lo largo del camino, los discípulos están distraídos por intereses que no son coherentes con la «dirección» de Jesús, con su voluntad, que es una con la voluntad del Padre. Así como —hemos escuchado— los dos hermanos Santiago y Juan piensan en lo hermoso que sería sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda del rey de Israel (cf. v. 37). No miran la realidad. Creen que ven pero no ven, que saben pero no saben, que entienden mejor que los otros pero no entienden…
La realidad en cambio es otra muy distinta, es la que Jesús tiene presente y la que guía sus pasos. La realidad es la cruz, es el pecado del mundo que él ha venido a tomar consigo y arrancar de la tierra de los hombres y de las mujeres. La realidad son los inocentes que sufren y mueren a causa de las guerras y el terrorismo; es la esclavitud que no cesa de pisar la dignidad también en la época de los derechos humanos; la realidad es la de los campos de prófugos que a veces se asemejan más a un infierno que a un purgatorio; la realidad es el descarte sistemático de todo lo que ya no sirve, incluidas las personas.
Esto es lo que Jesús ve mientras camina hacia Jerusalén. Durante su vida pública él ha manifestado la ternura del Padre, sanando a todos los que estaban bajo el poder del maligno (cf. Hch 10,38). Ahora sabe que ha llegado el momento de ir a lo más profundo, de arrancar la raíz del mal y por esto camina decididamente hacia la cruz.
También nosotros, hermanos y hermanos, estamos en camino con Jesús en esta vía. De modo particular me dirijo a vosotros, queridos nuevos cardenales. Jesús «camina delante de vosotros» y os pide de seguirlo con decisión en su camino. Os llama a mirar la realidad, a no distraeros por otros intereses, por otras perspectivas. Él no os ha llamado para que os convirtáis en «príncipes» en la Iglesia, para que os «sentéis a su derecha o a su izquierda». Os llama a servir como él y con él. A servir al Padre y a los hermanos. Os llama a afrontar con su misma actitud el pecado del mundo y sus consecuencias en la humanidad de hoy. Siguiéndolo, también vosotros camináis delante del pueblo santo de Dios, teniendo fija la mirada en la Cruz y en la Resurrección del Señor.
Y así, a través de la intercesión de la Virgen María, invocamos con fe el Espíritu Santo, para que reduzca toda distancia entre nuestro corazón y el corazón de Cristo, y toda nuestra vida sea un servicio a Dios y a los hermanos.
-«Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!»
Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el fanático, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:
-No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel.
Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca.
«¿Quién es más grande en el Reino de los cielos?»
Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: «Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí.
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, pues yo les digo que sus ángeles, en el cielo, ven continuamente el rostro de mi Padre, que está en el cielo».
-Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
CLAVE DE LECTURA
VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A COLOMBIA
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Área portuaria de Contecar (Cartagena de Indias)
Domingo, 10 de septiembre de 2017
«Dignidad de la Persona y derechos humanos»
En esta ciudad, que ha sido llamada «la heroica» por su tesón hace 200 años en defender la libertad conseguida, celebro la última Eucaristía de este viaje. También, desde hace 32 años, Cartagena de Indias es en Colombia la sede de los Derechos Humanos porque aquí como pueblo se valora que «gracias al equipo misionero formado por los sacerdotes jesuitas Pedro Claver y Corberó, Alonso de Sandoval y el Hermano Nicolás González, acompañados de muchos hijos de la ciudad de Cartagena de Indias en el siglo XVII, nació la preocupación por aliviar la situación de los oprimidos de la época, en especial la de los esclavos, por quienes clamaron por el buen trato y la libertad» (Congreso de Colombia 1985, ley 95, art. 1).
Aquí, en el Santuario de san Pedro Claver, donde de modo continuo y sistemático se da el encuentro, la reflexión y el seguimiento del avance y vigencia de los derechos humanos en Colombia, hoy la Palabra de Dios nos habla de perdón, corrección, comunidad y oración.
En el cuarto sermón del Evangelio de Mateo, Jesús nos habla a nosotros, a los que hemos decidido apostar por la comunidad, a quienes valoramos la vida en común y soñamos con un proyecto que incluya a todos. El texto que precede es el del pastor bueno que deja las 99 ovejas para ir tras la perdida, y ese aroma perfuma todo el discurso que acabamos de escuchar: no hay nadie lo suficientemente perdido que no merezca nuestra solicitud, nuestra cercanía y nuestro perdón. Desde esta perspectiva, se entiende entonces que una falta, un pecado cometido por uno, nos interpele a todos pero involucra, en primer lugar, a la víctima del pecado del hermano; y ese está llamado a tomar la iniciativa para que quien lo dañó no se pierda. Tomar la iniciativa: quien toma la iniciativa siempre es el más valiente.
En estos días escuché muchos testimonios de quienes han salido al encuentro de personas que les habían dañado. Heridas terribles que pude contemplar en sus propios cuerpos; pérdidas irreparables que todavía se siguen llorando, sin embargo han salido, han dado el primer paso en un camino distinto a los ya recorridos. Porque Colombia hace décadas que a tientas busca la paz y, como enseña Jesús, no ha sido suficiente que dos partes se acercaran, dialogaran; ha sido necesario que se incorporaran muchos más actores a este diálogo reparador de los pecados. «Si no te escucha [tu hermano], busca una o dos personas más» (Mt 18,15), nos dice el Señor en el Evangelio.
Hemos aprendido que estos caminos de pacificación, de primacía de la razón sobre la venganza, de delicada armonía entre la política y el derecho, no pueden obviar los procesos de la gente. No se alcanza con el diseño de marcos normativos y arreglos institucionales entre grupos políticos o económicos de buena voluntad. Jesús encuentra la solución al daño realizado en el encuentro personal entre las partes. Además, siempre es rico incorporar en nuestros procesos de paz la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados, para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de memoria colectiva. «El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite —toda la gente y su cultura—. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 239).
Nosotros podemos hacer un gran aporte a este paso que quiere dar Colombia. Jesús nos señala que este camino de reinserción en la comunidad comienza con un diálogo de a dos. Nada podrá reemplazar ese encuentro reparador; ningún proceso colectivo nos exime del desafío de encontrarnos, de clarificar, perdonar. Las heridas hondas de la historia precisan necesariamente de instancias donde se haga justicia, se dé posibilidad a las víctimas de conocer la verdad, el daño sea convenientemente reparado y haya acciones claras para evitar que se repitan esos crímenes. Pero eso sólo nos deja en la puerta de las exigencias cristianas. A nosotros cristianos se nos exige generar «desde abajo», generar un cambio cultural: a la cultura de la muerte, de la violencia, responder con la cultura de la vida y del encuentro. Nos lo decía ya ese escritor tan de ustedes y tan de todos: «Este desastre cultural no se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de un país enardecido donde nos levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a los otros... una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante casi dos siglos hemos usado para destruirnos y que reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación» (Gabriel García Márquez, Mensaje sobre la paz, 1998).
¿Cuánto hemos accionado en favor del encuentro, de la paz? ¿Cuánto hemos omitido, permitiendo que la barbarie se hiciera carne en la vida de nuestro pueblo? Jesús nos manda a confrontarnos con esos modos de conducta, esos estilos de vida que dañan el cuerpo social, que destruyen la comunidad. ¡Cuántas veces se «normalizan» —se viven como normales— procesos de violencia, exclusión social, sin que nuestra voz se alce y nuestras manos acusen proféticamente! Al lado de san Pedro Claver había millares de cristianos, consagrados muchos de ellos; pero sólo un puñado inició una corriente contracultural de encuentro. San Pedro supo restaurar la dignidad y la esperanza de centenares de millares de negros y de esclavos que llegaban en condiciones absolutamente inhumanas, llenos de pavor, con todas sus esperanzas perdidas. No poseía títulos académicos de renombre; más aún, se llegó a afirmar que era «mediocre» de ingenio, pero tuvo el «genio» de vivir cabalmente el Evangelio, de encontrarse con quienes otros consideraban sólo un deshecho. Siglos más tarde, la huella de este misionero y apóstol de la Compañía de Jesús fue seguida por santa María Bernarda Bütler, que dedicó su vida al servicio de pobres y marginados en esta misma ciudad de Cartagena[1].
En el encuentro entre nosotros redescubrimos nuestros derechos, recreamos la vida para que vuelva a ser auténticamente humana. «La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y de cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada» (Discurso a las Naciones Unidas, 25 septiembre 2015).
También Jesús en el Evangelio nos señala la posibilidad de que el otro se cierre, se niegue a cambiar, persista en su mal. No podemos negar que hay personas que persisten en pecados que hieren la convivencia y la comunidad: «Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que algunos lucran despreciando las leyes morales y civiles». Este mal atenta directamente contra la dignidad de la persona humana y va rompiendo progresivamente la imagen que el Creador ha plasmado en nosotros. Condeno con firmeza esta lacra que ha puesto fin a tantas vidas y que es mantenida y sostenida por hombres sin escrúpulos. No se puede jugar con la vida de nuestro hermano ni manipular su dignidad. Hago un llamado para que se busquen los modos para terminar con el narcotráfico que lo único que hace es sembrar muerte por doquier truncando tantas esperanzas y destruyendo tantas familias. Pienso también en otros dramas: «en la devastación de los recursos naturales y en la contaminación; en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2014, 8); e incluso, también se especula en una «aséptica legalidad» pacifista que no tiene en cuenta la carne del hermano, la carne de Cristo. También para esto debemos estar preparados, y sólidamente asentados en principios de justicia que en nada disminuyen la caridad. No es posible convivir en paz sin hacer nada con aquello que corrompe la vida y atenta contra ella. A este respecto, recordamos a todos aquellos que, con valentía y de forma incansable, han trabajado y hasta han perdido la vida en la defensa y protección de los derechos de la persona humana y su dignidad. Como a ellos, la historia nos pide asumir un compromiso definitivo en defensa de los derechos humanos, aquí, en Cartagena de Indias, lugar que ustedes han elegido como sede nacional de su tutela.
Finalmente Jesús nos pide que recemos juntos; que nuestra oración sea sinfónica, con matices personales, diversas acentuaciones, pero que alce de modo conjunto un mismo clamor. Estoy seguro de que hoy rezamos juntos por el rescate de aquellos que estuvieron errados y no por su destrucción, por la justicia y no la venganza, por la reparación en la verdad y no el olvido. Rezamos para cumplir con el lema de esta visita: «¡Demos el primer paso!», y que este primer paso sea en una dirección común.
«Dar el primer paso» es, sobre todo, salir al encuentro de los demás con Cristo, el Señor. Y Él nos pide siempre dar un paso decidido y seguro hacia los hermanos, renunciando a la pretensión de ser perdonados sin perdonar, de ser amados sin amar. Si Colombia quiere una paz estable y duradera, tiene que dar urgentemente un paso en esta dirección, que es aquella del bien común, de la equidad, de la justicia, del respeto de la naturaleza humana y de sus exigencias. Sólo si ayudamos a desatar los nudos de la violencia, desenredaremos la compleja madeja de los desencuentros: se nos pide dar el paso del encuentro con los hermanos, atrevernos a una corrección que no quiere expulsar sino integrar; se nos pide ser caritativamente firmes en aquello que no es negociable; en definitiva, la exigencia es construir la paz, «hablando no con la lengua sino con manos y obras» (san Pedro Claver), y levantar juntos los ojos al cielo: Él es capaz de desatar aquello que para nosotros parece imposible, Él nos prometió acompañarnos hasta el fin de los tiempos, y Él no va a dejar estéril tanto esfuerzo.
Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle:
–Despide a la gente que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado.
El les contestó:
–Dadles vosotros de comer.
Ellos replicaron:
–No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío. (Porque eran unos cinco mil hombres.)
Jesús dijo a sus discípulos:
–Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron así, y todos se echaron.
El, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron las sobras: doce cestos.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA Y PROCESIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Domingo, 23 de junio de 2019
La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir y dar.
Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.
¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente... Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.
También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.
El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar", como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.
En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación... Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.
La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.
En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.
De camino entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron:
-Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?
El se volvió y les regañó, y dijo:
-No sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos.
Y se marcharon a otro aldea.
-«Te seguiré adonde vayas.»
Jesús le respondió:
-«Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.»
A otro le dijo:
-«Sígueme.»
Él respondió:
-«Déjame primero ir a enterrar a mi padre.»
Le contestó:
-«Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios.»
Otro le dijo:
-«Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.»
Jesús le contestó:
-«El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios.»
– ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
Él envió a dos discípulos, diciéndoles:
– Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde esta la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?»
Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
– Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron.
Y les dijo:
– Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy en muchos países, entre ellos Italia, se celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo o, según la expresión latina más conocida, la solemnidad del Corpus Domini. El Evangelio nos trae las palabras de Jesús, pronunciadas en la Última Cena con sus discípulos: «Tomad, este es mi cuerpo». Y después: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos» (Marcos, 14, 22-24)
Precisamente en la fuerza de ese testamento de amor, la comunidad cristiana se reúne cada domingo y cada día, en torno a la eucaristía, sacramento del sacrificio redentor de Cristo. Y atraídos por su presencia real, los cristianos lo adoran y lo contemplan a través del humilde signo del pan convertido en su Cuerpo. Cada vez que celebramos la eucaristía, a través de este Sacramento sobrio y al mismo tiempo solemne, experimentamos la Nueva Alianza, que realiza en plenitud la comunión entre Dios y nosotros. Y como participantes de esta Alianza, nosotros, aunque pequeños y pobres, colaboramos en la edificación de la historia, como quiere Dios. Por eso, toda celebración eucarística a la vez que constituye un acto de culto público a Dios, recuerda la vida y hechos concretos de nuestra existencia. Mientras nos nutrimos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nos asimilamos a Él, recibimos en nosotros su amor, no para retenerlo celosamente, sino para compartirlo con los demás. Esta lógica está inscrita en la eucaristía, recibimos su amor en nosotros y lo compartimos con los demás. Esta es la lógica eucarística. En ella, de hecho, contemplamos a Jesús como pan partido y donado, sangre derramada por nuestra salvación. Es una presencia que, como un fuego, quema en nosotros las actitudes egoístas, nos purifica de la tendencia a dar sólo cuando hemos recibido, y enciende el deseo de hacernos, también nosotros, en unión con Jesús, pan partido y sangre derramada por los hermanos.
Por lo tanto, la fiesta del Corpus Domini es un misterio de atracción y de transformación en Él. Y es escuela de amor concreto, paciente y sacrificado, como Jesús en la cruz. Nos enseña a ser más acogedores y disponibles con quienes están en búsqueda de comprensión, ayuda, aliento y están marginados y solos. La presencia de Jesús vivo en la eucaristía es como una puerta, una puerta abierta entre el templo y el camino, entre la fe y la historia, entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre. Expresión de la piedad eucarística popular son las procesiones con el Santísimo Sacramento, que en la solemnidad de hoy se llevan a cabo en muchos países. También yo, esta tarde, en Ostia —como lo hizo el beato Pablo VI hace 50 años— celebraré la misa, a la que seguirá la procesión con el Santísimo Sacramento. Os invito a participar a todos, también espiritualmente, a través de la radio y la televisión. Que la Virgen nos acompañe en este día.
S. -«¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
C. Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua?
C. El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
S. -«¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?»
C. Él contestó
+ -«Id a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos."»
C. Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
Uno de vosotros me va a entregar
C. Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo:
+ -«Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
C. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
S. -«¿Soy yo acaso, Señor?»
C. Él respondió:
+ -«El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido. »
C. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:
S. -«¿Soy yo acaso, Maestro?»
C. Él respondió:
+ -«Tú lo has dicho.»
Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre
C. Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
+ -«Tornad, comed: esto es mi cuerpo.»
C.. Y, cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias y se la dio diciendo:
+ -«Bebed todos; porque ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre. »
C. Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos.
Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño
C. Entonces Jesús les dijo:
+ -«Esta noche vais a caer todos por mi causa, porque está escrito: "Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño." Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea.»
C. Pedro replicó:
S. -«Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré.»
C. Jesús le dijo:
+ -«Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. »
C . Pedro le replicó:
S. -«Aunque tenga que morir contigo, no te negaré. »
C . Y lo mismo decían los demás discípulos.
Empezó a entristecerse y a angustiarse
C. Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo:
+ -«Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.»
C. Y, llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces dijo:
+ -«Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo.»
C. Y, adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y oraba diciendo:
+ -«Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.»
C. Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos.
Dijo a Pedro:
+ -«¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil. »
C. De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo:
+ -«Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.»
C. Y, viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque tenían los ojos cargados. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba, repitiendo las mismas palabras.
Luego se acercó a sus discípulos y les dijo:
+ -«Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la hora, y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega.»
Echaron mano a Jesús para detenerlo
C. Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los Doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña:
S. -«Al que yo bese, ése es; detenedlo.»
C. Después se acercó a Jesús y le dijo:
S. -«¡Salve, Maestro!»
C. Y lo besó. Pero Jesús le contestó:
+ -«Amigo, ¿a qué vienes?»
C. Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote.
Jesús le dijo:
+ -«Envaina la espada; quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar.»
C. Entonces dijo Jesús a la gente:
+ -«¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos, como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvisteis.»
C. Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso
C. Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos, hasta el palacio del sumo sacerdote, y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello.
Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos, que dijeron:
S. -«Éste ha dicho: "Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días."»
C. El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo:
S. -«¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?»
C. Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo:
S. -«Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.»
C. Jesús le respondió:
+ -«Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: Desde ahora veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo.»
C. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo:
S. -«Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?»
C. Y ellos contestaron:
S. -«Es reo de muerte.»
C. Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros lo golpearon, diciendo:
S. -«Haz de profeta, Mesías; ¿quién te ha pegado?»
Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces
C. Pedro estaba sentado fuera en el patio, y se le acercó una criada y le dijo:
S. -«También tú andabas con Jesús el Galileo.»
C. Él lo negó delante de todos, diciendo:
S. -«No sé qué quieres decir.»
C. Y, al salir al portal, lo vio otra y dijo a los que estaban allí:
S. -«Éste andaba con Jesús el Nazareno.»
C. Otra vez negó él con juramento:
S. -«No conozco a ese hombre.»
C. Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro:
S. -«Seguro; tú también eres de ellos, te delata tu acento.»
C. Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar, diciendo:
S. -«No conozco a ese hombre.»
C. Y en seguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces.» Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Entregaron a Jesús a Pilato, el gobernador
C. Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y, atándolo, lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador.
No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre
C. Entonces Judas, el traidor, al ver que habían condenado a Jesús, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos, diciendo:
S. -«He pecado, he entregado a la muerte a un inocente.»
C. Pero ellos dijeron:
S. -«¿A nosotros qué? ¡Allá tú!»
C. Él, arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, recogiendo las monedas, dijeron:
S. -«No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre.»
C. Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo escrito por Jeremías, el profeta:
«Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor.»
¿Eres tú el rey de los judíos?
C. Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:
S. -«¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Jesús respondió:
+ -«Tú lo dices.»
C. Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:
S. -«¿No oyes cuántos cargos presentan contra fi?»
C. Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Había entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, les dijo Pilato:
S. -«¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías? »
C. Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:
S. -«No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.»
C. Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús.
El gobernador preguntó:
S. -«¿A cuál de los dos queréis que os suelte?»
C. Ellos dijeron:
S. -«A Barrabás. »
C . Pilato les preguntó:
S. -«¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?»
C. Contestaron todos:
S. -«Que lo crucifiquen.»
C. Pilato insistió:
S. -«Pues, ¿qué mal ha hecho?»
C. Pero ellos gritaban más fuerte:
S. -«¡Que lo crucifiquen!»
C. Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia de la multitud, diciendo:
S. -«Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!»
C. Y el pueblo entero contestó:
S. -«¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»
C. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
¡Salve, rey de los judíos!
C. Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él, diciendo:
S. -«¡Salve, rey de los judíos!»
C. Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
Crucificaron con él a dos bandidos
C. Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa, echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de su cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Éste es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz
C. Los que pasaban lo injuriaban y decían, meneando la cabeza:
S. -«Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz.»
C. Los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también, diciendo:
S. -«A otros ha salvado, y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz, y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?»
C. Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban.
Elí, Elí, lamá sabaktaní
C. Desde el mediodía hasta la media tarde, vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:
+ -«Elí, Elí, lamá sabaktaní.»
C. (Es decir:
+ -«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»)
C. Al oírlo, algunos de los que estaban por allí dijeron:
S. -«A Elías llama éste.»
C. Uno de ellos fue corriendo; en seguida, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber.
Los demás decían:
S. -«Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo.»
C. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa.
C. Entonces, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron. Las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a muchos.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, el ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados:
S. -«Realmente éste era Hijo de Dios.»
C. Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos.
José puso el cuerpo de Jesús en el sepulcro nuevo
C. Al anochecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Éste acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
María Magdalena y la otra María se quedaron allí, sentadas enfrente del sepulcro.
Ahí tenéis la guardia: id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis
C. A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron:
S. -«Señor, nos hemos acordado que aquel impostor, estando en vida, anunció: "A los tres días resucitaré." Por eso, da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo: "Ha resucitado de entre los muertos." La última impostura sería peor que la primera.»
C. Pilato contestó:
S. -«Ahí tenéis la guardia: id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis. »
C. Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.
Él les dijo:
-«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
-«¿Eres tú el único forastero de Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?»
Él les preguntó:
-«¿Qué?
Ellos le contestaron:
-«Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; como lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.»
Entonces Jesús les dijo:
- «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?»
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, el hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron:
- «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
- «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
“Jesús es nuestro compañero de peregrinación”
Domingo, 26 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
Muchas veces hemos oído que el cristianismo no es sólo una doctrina, no es una forma de comportarse, no es una cultura. Sí, es todo eso, pero más importante y ante todo, es un encuentro. Una persona es cristiana porque ha encontrado a Jesucristo, se ha dejado encontrar por Él.
Este pasaje del Evangelio de Lucas nos habla de un encuentro, de manera que se comprenda bien cómo actúa el Señor y cómo es nuestra forma de actuar. Nacimos con una semilla de inquietud. Dios lo quiso así: inquietud por encontrar la plenitud, inquietud por encontrar a Dios, muchas veces incluso sin saber que tenemos esta inquietud. Nuestro corazón está inquieto, nuestro corazón está sediento: sed de encuentro con Dios. Lo busca, muchas veces por caminos equivocados: se pierde, luego vuelve, lo busca... Por la otra parte, Dios tiene sed de encuentro, hasta tal punto que envió a Jesús a nuestro encuentro, para venir al encuentro de esta inquietud.
¿Cómo actúa Jesús? En este pasaje del Evangelio (cf. Lc 24,13-35) vemos bien que Él respeta, respeta nuestra propia situación, no se adelanta. Solo, algunas veces, con los tercos, pensemos en Pablo, cuando lo tira del caballo. Pero normalmente va despacio, respetando nuestros tiempos. Es el Señor de la paciencia. ¡Cuánta paciencia tiene el Señor con cada uno de nosotros! El Señor camina a nuestro lado.
El Señor camina a nuestro lado, como hemos visto aquí con estos dos discípulos. Escucha nuestras inquietudes, las conoce, y en un momento determinado nos dice algo. Al Señor le gusta oír cómo hablamos, para entendernos bien y dar la respuesta correcta a esa inquietud. El Señor no acelera el paso, siempre va a nuestro ritmo, muchas veces lento, pero su paciencia es así.
Hay una antigua regla de los peregrinos que dice que el verdadero peregrino debe llevar el paso de la persona más lenta. Y Jesús es capaz de esto, lo hace, no acelera, espera a que demos el primer paso. Y cuando llega el momento, nos hace la pregunta. En este caso está claro: “¿De qué vais hablando?” (cfr.v.17). Hace como que no sabe para hacernos hablar. Le gusta que hablemos. Le gusta oír esto, le gusta que hablemos así, para escucharnos y responder nos hace hablar. Como si se hiciese el ignorante, pero con mucho respeto. Y luego responde, explica, hasta el punto necesario. Aquí nos dice: «“¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?” (v. 26). Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les fue explicando lo que decían de él todas las Escrituras». Explica, aclara. Confieso que tengo curiosidad por saber cómo explicó Jesús para hacer lo mismo. Fue una hermosa catequesis.
Y luego el mismo Jesús que nos ha acompañado, que se ha acercado a nosotros, simula ir más allá para ver la medida de nuestra inquietud: “No, ven, ven, quédate un poco con nosotros” (v. 29). Así es como se da el encuentro. Pero el encuentro no es sólo el momento de partir el pan, aquí, sino que es todo el camino. Nos encontramos con Jesús en la oscuridad de nuestras dudas, incluso en la fea duda de nuestros pecados, Él está ahí para ayudarnos, en nuestras inquietudes... Está siempre con nosotros.
El Señor nos acompaña porque quiere encontrarnos. Por eso decimos que el núcleo del cristianismo es un encuentro: el encuentro con Jesús. “¿Por qué eres cristiano? ¿Por qué eres cristiana?”. Y mucha gente no sabe decirlo. Algunos, por tradición. Otros no saben decirlo, porque han encontrado a Jesús, pero no se han dado cuenta de que era un encuentro con Jesús. Jesús siempre nos está buscando. Siempre. Y nosotros tenemos nuestra inquietud. En el momento en que nuestra inquietud encuentra a Jesús, comienza la vida de la gracia, la vida de la plenitud, la vida del camino cristiano.
Que el Señor nos dé a todos esta gracia de encontrarnos con Jesús todos los días; de saber, de conocer precisamente que Él camina con nosotros en todos nuestros momentos. Es nuestro compañero de peregrinación.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:
- «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo:
- «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
- «¿Tenéis ahí algo de comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:
- «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:
-«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros sois testigos de esto.»
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
-Me voy a pescar.
Ellos contestaban:
-Vamos también nosotros contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
-Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos contestaron:
-No.
El les dice:
-Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
-Es el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
-Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
-Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
«ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
REGINA CAELI
Plaza de San Pedro
Domingo, 16 de mayo de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. La página evangélica (Mc 16,15-20) —la conclusión del Evangelio de Marcos— nos presenta el último encuentro del Resucitado con los discípulos antes de subir a la derecha del Padre. Normalmente, lo sabemos, las escenas de despedidas son tristes, causan en quien se queda un sentimiento de pérdida, de abandono; sin embargo esto no les sucede a los discípulos. No obstante la separación del Señor, no se muestran desconsolados, es más, están alegres y preparados para partir como misioneros en el mundo.
¿Por qué los discípulos no están tristes? ¿Por qué nosotros también debemos alegrarnos al ver a Jesús que asciende al cielo?
La ascensión completa la misión de Jesús en medio de nosotros. De hecho, si es por nosotros que Jesús bajó del cielo, también es por nosotros que asciende. Después de haber descendido en nuestra humanidad y haberla redimido —Dios, el Hijo de Dios, desciende y se hace hombre, toma nuestra humanidad y la redime— ahora asciende al cielo llevando consigo nuestra carne. Es el primer hombre que entra en el cielo, porque Jesús es hombre, verdadero hombre, es Dios, verdadero Dios; nuestra carne está en el cielo y esto nos da alegría. A la derecha del Padre se sienta ya un cuerpo humano, por primera vez, el cuerpo de Jesús, y en este misterio cada uno de nosotros contempla el propio destino futuro. No se trata de un abandono, Jesús permanece para siempre con los discípulos, con nosotros.
Permanece en la oración, porque Él, como hombre, reza al Padre, y como Dios, hombre y Dios, le hace ver las llagas, las llagas con las cuales nos ha redimido. La oración de Jesús está ahí, con nuestra carne: es uno de nosotros, Dios hombre, y reza por nosotros. Y esto nos debe dar una seguridad, es más, una alegría, ¡una gran alegría! Y el segundo motivo de alegría es la promesa de Jesús. Él nos ha dicho: “Os enviaré el Espíritu Santo”. Y ahí, con el Espíritu Santo, se hace ese mandamiento que Él da precisamente en la despedida: “Id por el mundo, anunciad el Evangelio”. Y será la fuerza del Espíritu Santo que nos lleva allá en el mundo, a llevar el Evangelio. Es el Espíritu Santo de ese día, que Jesús ha prometido, y entonces nueve días después vendrá en la fiesta de Pentecostés. Precisamente es el Espíritu Santo que ha hecho posible que todos nosotros seamos hoy así. ¡Una gran alegría! Jesús se ha ido al cielo: el primer hombre ante el Padre. Se fue con sus llagas, que han sido el precio de nuestra salvación, y reza por nosotros. Y después nos envía el Espíritu Santo, nos promete el Espíritu Santo, para ir a evangelizar. Por esto la alegría de hoy, por esto la alegría de este día de la Ascensión.
Hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Ascensión, mientras contemplamos el Cielo, donde Cristo ha ascendido y se sienta a la derecha del Padre, pidamos a María, Reina del Cielo, que nos ayude a ser en el mundo testigos valientes del Resucitado en las situaciones concretas de la vida.
Clave de lectura 2
"La fe debe ser transmitida, debe ser ofrecida, especialmente con el testimonio"
Sábado, 25 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
En el Evangelio que hemos leído ahora —que es el final del Evangelio de Marcos— está el envío del Señor. El Señor se ha revelado como salvador, como el Hijo único de Dios; se ha revelado a todo Israel, al pueblo, especialmente con más detalle a los apóstoles, a los discípulos. Esta es la despedida del Señor: el Señor se va: se marcha, y « fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,19). Pero antes de partir, cuando se apareció a los Once, les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15). Es la misionariedad de la fe. La fe o es misionera o no es fe. La fe no es una cosa sólo para mí, para que yo crezca con la fe: esto es una “herejía gnóstica”. La fe siempre te lleva a salir de ti mismo. Salir. La transmisión de la fe; la fe debe ser transmitida, debe ser ofrecida, especialmente con el testimonio: “Id, que la gente vea cómo vivís” (cf. v. 15).
Alguien me dijo, un sacerdote europeo, de una ciudad europea: “Hay mucha incredulidad, mucho agnosticismo en nuestras ciudades porque los cristianos no tienen fe. Si la tuvieran, seguramente se la darían a la gente”. Falta la misionariedad. Porque en el fondo falta la convicción: “Sí, soy cristiano, soy católico...”. Como si fuera una actitud social. En el carné de identidad te llamas así: así, y “soy cristiano”. Es un dato del carné de identidad. Esto no es fe. Esto es algo cultural. La fe necesariamente te hace salir, te lleva a darla: porque esencialmente la fe hay que transmitirla. No se queda quieta. “Ah, ¿quiere decir, padre, que todos tenemos que ser misioneros e ir a países lejanos?”. No, eso es una parte de la misionariedad. Esto significa que si tienes fe debes necesariamente salir de ti, debes salir de ti, y mostrar socialmente la fe. La fe es social es para todos: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (v. 15). Y esto no significa hacer proselitismo, como si yo fuera un equipo de fútbol que hace proselitismo o fuese una sociedad de beneficencia. No, la fe es “nada de proselitismo”. Es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente mediante el testimonio: como testigo, con el servicio. El servicio es un modo de vivir: si digo que soy cristiano y vivo como un pagano, ¡no vale! Esto no convence a nadie. Si digo que soy cristiano y vivo como tal, eso atrae. Es el testimonio.
Una vez, en Polonia, un estudiante universitario me preguntó: “En la universidad tengo muchos compañeros ateos. ¿Qué tengo que decirles para convencerlos?” – “¡Nada, hijo, nada! Lo último que tienes que hacer es decir algo. Empieza a vivir y ellos verán tu testimonio y te preguntarán: ‘¿Por qué vives así?’”. La fe debe ser transmitida: no para convencer, sino para ofrecer un tesoro. “Está allí, ¿veis?”. Y esta es también la humildad de la que hablaba san Pedro en la Primera Lectura: “Queridos hermanos, «revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes»” (1P 5,5). Cuántas veces en la Iglesia, en la historia, ha habido movimientos, grupos, de hombres o mujeres que querían convencer de la fe, convertir... Verdaderos “proselitistas”. ¿Y cómo acabaron? En la corrupción.
Es tan tierno este pasaje del Evangelio. ¿Pero dónde está la seguridad? ¿Cómo puedo estar seguro de que al salir de mí seré fructífero en la transmisión de la fe? «Proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15), haréis maravillas. Y el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo. Él nos acompaña. En la transmisión de la fe, siempre está el Señor con nosotros. En la transmisión de la ideología habrá maestros, pero cuando tengo una actitud de fe que debe ser transmitida, está el Señor ahí que me acompaña. Nunca estoy solo en la transmisión de la fe. Está el Señor conmigo que transmite la fe. Lo prometió: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cf. Mt 28,20).
Pidamos al Señor que nos ayude a vivir nuestra fe de esta manera: fe de puertas abiertas, una fe transparente, no “proselitista”, sino que haga ver: “Yo soy así”. Y con esta sana curiosidad, ayude a la gente a recibir este mensaje que los salvará.
Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno.
A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.
- «Israelitas, pensad bien lo que vais a hacer con esos hombres. No hace mucho salió un tal Teudas, dándoselas de hombre importante, y se le juntaron unos cuatrocientos hombres. Fue ejecutado, dispersaron a todos sus secuaces, y todo acabó en nada.
Más tarde, cuando el censo, salió judas el Galileo, arrastrando detrás de sí gente del pueblo; también pereció, y dispersaron a todos sus secuaces.
En el caso presente, mi consejo es éste: No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se dispersarán; pero, si es cosa de Dios, no lograréis dispersarlos, y os expondríais a luchar contra Dios.»
Le dieron la razón y llamaron a los apóstoles, los azotaron, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús. Ningún día dejaban de enseñar, en el templo y por las casas, anunciando el Evangelio de Jesucristo.
Martirio de Santiago y encarcelamiento de Pedro
Por aquellos días, el rey Herodes hizo apresar a algunos miembros de la Iglesia con intención de torturarlos.
Ordenó la ejecución de Santiago, el hermano de Juan.
Al comprobar la satisfacción que con ello había causado a los judíos, se propuso encarcelar a Pedro en fecha que coincidió con las fiestas de Pascua.
Una vez capturado, encomendó su custodia a cuatro piquetes, compuesto cada uno por cuatro soldados, con el propósito de juzgarlo públicamente después de la Pascua.
Mientras Pedro permanecía bajo custodia en la cárcel, la Iglesia rogaba fervientemente a Dios por él (Hechos de los Apóstoles 12, 1-5).