El profeta Sofonías
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 16 de diciembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita a la alegría. Escuchad bien: a la alegría. El profeta Sofonías le dirige a la pequeña porción del pueblo de Israel estas palabras: «Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel» (3, 14). Gritar de gozo, exultar, alegrarse: es esta la invitación de este domingo. Los habitantes de la ciudad santa están llamados a gozar porque el Señor ha revocado su condena (cf. v. 15). Dios ha perdonado, no ha querido castigar. Por consiguiente, para el pueblo ya no hay motivo de tristeza, ya no hay motivo para desalentarse, sino que todo lleva a un agradecimiento gozoso hacia Dios, que quiere siempre rescatar y salvar a los que ama. Y el amor del Señor hacia su pueblo es incesante, comparable a la ternura del padre hacia los hijos, del esposo hacia la esposa, como dice también Sofonías: «Él exulta de gozo por tí te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo» (v. 17). Este es —así se llama— el domingo de gozo: el tercer domingo de Adviento, antes de Navidad.
Este llamamiento del profeta es particularmente apropiado mientras nos preparamos para la Navidad porque se aplica a Jesús, el Emanuel, el Dios-con-nosotros: su presencia es la fuente de la alegría. De hecho, Sofonías proclama: «Rey de Israel, está en medio de ti»; y poco después repite: «El Señor, tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador!» (vv. 15.17). Este mensaje encuentra su pleno significado en el momento de la anunciación a María, narrada por el evangelista Lucas. Las palabras que le dirige el ángel Gabriel a la Virgen son como un eco de las del profeta. Y ¿qué dice el arcángel Gabriel? «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lucas 1, 28). «Alégrate», dice a la Virgen. En una aldea perdida de Galilea, en el corazón de una joven mujer desconocida para el mundo, Dios enciende la chispa de la felicidad para todo el mundo. Y hoy el mismo anuncio va dirigido a la Iglesia, llamada a acoger el Evangelio para que se convierta en carne, vida concreta. Dice a la Iglesia, a todos nosotros: «Alégrate, pequeña comunidad cristiana, pobre y humilde aunque hermosa a mis ojos porque deseas ardientemente mi Reino, tienes sed de justicia, tejes con paciencia tramas de paz, no sigues a los poderosos de turno, sino que permaneces fielmente al lado de los pobres. Y así no tienes miedo de nada sino que tu corazón está en el gozo». Si nosotros vivimos así, en la presencia del Señor, nuestro corazón siempre estará en la alegría. La alegría «de alto nivel», cuando está, es plena, y la alegría humilde de todos los días, es decir, la paz. La paz es la alegría más pequeña, pero es alegría. También san Pablo hoy nos exhorta a no angustiarnos, a no desesperarnos por nada, sino a presentarle a Dios, en toda circunstancia, nuestras peticiones, nuestras necesidades, nuestras preocupaciones, «mediante la oración y la súplica» (Filipenses 4, 6). Ser conscientes que en medio de las dificultades podemos siempre dirigirnos al Señor, y que Él no rechaza jamás nuestras invocaciones, es un gran motivo de alegría. Ninguna preocupación, ningún miedo podrá jamás quitarnos la serenidad que viene no de las cosas humanas, de las consolaciones humanas, no, la serenidad que viene de Dios, del saber que Dios guía amorosamente nuestra vida, y lo hace siempre. También en medio de los problemas y de los sufrimientos, esta certeza alimenta la esperanza y el valor. Pero para acoger la invitación del Señor a la alegría, es necesario ser personas dispuestas a cuestionarnos. ¿Qué significa esto? Precisamente como aquellos que, después de haber escuchado la predicación de Juan Bautista, le preguntan: tú predicas así, y nosotros, «¿qué debemos hacer?» (Lucas 3, 10. Yo ¿qué debo hacer? Esta pregunta es el primer paso para la conversión que estamos invitados a realizar en este tiempo de Adviento. Cada uno de nosotros se pregunte: ¿qué debo hacer? Una cosa pequeña, pero «¿qué debo hacer?». Y la Virgen María, quien es nuestra madre, nos ayude a abrir nuestro corazón a Dios al Dios-que-viene, para que Él inunde de alegría toda nuestra vida.