El profeta Oseas
cuanto más eran sus frutos,
más aumentó sus altares;
cuanto mejor era la tierra,
mejores monumentos erigía.
Tiene el corazón dividido,
ahora lo expiará:
El mismo destruirá sus altares,
abatirá sus estelas.
Ahora dicen: No tenemos rey,
no respetamos al Señor,
¿qué podrá hacernos el rey?
Desaparece Samaría, y su rey,
como espuma sobre la superficie del agua.
Son destruidos los altozanos de los ídolos,
el pecado de Israel.
Cardos y abrojos crecen sobre sus altares;
gritan a los montes: «Cubridnos»,
a los collados: «Caed sobre nosotros».
Sembrad justicia y cosecharéis misericordia.
Roturad un campo,
que es tiempo de consultar al Señor,
hasta que venga y llueva
sobre vosotros la justicia.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA EN EL 7.º ANIVERSARIO DE LA VISITA A LAMPEDUSA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
El salmo responsorial de hoy nos invita a una búsqueda constante del rostro del Señor: «Buscad continuamente el rostro del Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104). Esta búsqueda constituye una actitud fundamental en la vida del creyente, que ha entendido que el objetivo final de la existencia es el encuentro con Dios.
La búsqueda del rostro de Dios es una garantía del éxito de nuestro viaje en este mundo, que es un éxodo hacia la verdadera Tierra prometida, la Patria celestial. El rostro de Dios es nuestra meta y también es nuestra estrella polar, que nos permite no perder el camino.
El pueblo de Israel, descrito por el profeta Oseas en la primera lectura (cf. 10,1-3.7-8.12), en ese momento era un pueblo extraviado, que había perdido de vista la Tierra prometida y deambulaba por el desierto de la iniquidad. La prosperidad y la riqueza abundante habían alejado del Señor el corazón de los israelitas y lo habían llenado de falsedad e injusticia.
Es un pecado del cual nosotros, cristianos de hoy, tampoco estamos exentos. «La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión, ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
La exhortación de Oseas nos llega hoy como una invitación renovada a la conversión, a volver nuestros ojos al Señor para ver su rostro. El profeta dice: «Sembrad con justicia, recoged con amor. Poned al trabajo un terreno virgen. Es tiempo de consultar al Señor, hasta que venga y haga llover sobre vosotros la justicia» (10,12).
La búsqueda del rostro de Dios está motivada por el anhelo de un encuentro con el Señor, encuentro personal, un encuentro con su inmenso amor, con su poder que salva. Los doce apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio de hoy (cf. Mt 10,1-7), tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. Él los llamó por su nombre, uno a uno —lo hemos escuchado—, mirándolos a los ojos; y ellos contemplaron su rostro, escucharon su voz, vieron sus prodigios. El encuentro personal con el Señor, un tiempo de gracia y salvación, lleva a la misión. Jesús les exhortó: «Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos» (v. 7). Encuentro y misión no se separan.
Este encuentro personal con Jesucristo también es posible para nosotros, que somos los discípulos del tercer milenio. Cuando buscamos el rostro del Señor, podemos reconocerlo en el rostro de los pobres, de los enfermos, de los abandonados y de los extranjeros que Dios pone en nuestro camino. Y este encuentro también se convierte para nosotros en un tiempo de gracia y salvación, confiriéndonos la misma misión encomendada a los apóstoles.
Hoy se cumplen siete años, el séptimo aniversario de mi visita a Lampedusa. A la luz de la Palabra de Dios, quisiera reiterar lo que dije a los participantes en el encuentro “Libres del miedo”, en febrero del año pasado: «El encuentro con el otro es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos, pidiendo poder desembarcar. Y si todavía tuviéramos alguna duda, esta es su clara palabra: “En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40)».
«Cuanto hicisteis...», para bien o para mal. Esta advertencia es hoy de gran actualidad. Todos deberíamos tenerlo como punto fundamental en nuestro examen de conciencia, el que hacemos todos los días. Pienso en Libia, en los campos de detención, en los abusos y en la violencia que sufren los migrantes, en los viajes de esperanza, en los rescates y en los rechazos. «Cuanto hicisteis…, a mí me lo hicisteis».
Recuerdo ese día, hace siete años, justo en el sur de Europa, en esa isla... Algunos me contaron sus propias historias, cuánto habían sufrido para llegar allí. Y había intérpretes. Uno contaba cosas terribles en su idioma, y el intérprete parecía traducir bien; pero aquel habló mucho y la traducción fue breve. “Bueno —pensé— ese idioma da más vueltas para poder expresarse”. Cuando llegué a casa por la tarde en la recepción, había una señora —descanse en paz, ha fallecido—, que era hija de etíopes. Ella entendía el idioma y había visto el encuentro a través de la televisión. Y me dijo esto: “Perdone, lo que le dijo el traductor etíope ni siquiera es la cuarta parte de la tortura, del sufrimiento que han experimentado”. Me dieron la versión “destilada”. Esto sucede hoy con Libia: nos dan una versión “destilada”. La guerra es mala, lo sabemos, pero no os imagináis el infierno que se vive allí, en esos campos de detención. Y esas personas sólo vinieron con la esperanza de cruzar el mar.
Que la Virgen María, Solacium migrantium (Ayuda de los migrantes), nos haga descubrir el rostro de su Hijo en todos los hermanos y hermanas obligados a huir de su tierra por tantas injusticias que aún afligen a nuestro mundo.
"Volver a Dios es volver al abrazo del Padre"
Viernes, 20 de marzo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Cuando leo o escucho este pasaje del profeta Oseas que hemos oído en la primera lectura (cf. 14,2-10), que dice: «Vuelve Israel, al Señor, tu Dios» (v.2), “vuelve”... Cuando lo oigo, recuerdo una canción que cantaba Carlo Buti hace 75 años y que se escuchaba con tanto placer en las familias italianas de Buenos Aires: “Vuelve con tu papá. La canción de cuna todavía te cantará”. “Vuelve”: es tu Padre quien te dice que vuelvas. Dios es tu papá, no es el juez, es tu papá: “Vuelve a casa, escucha, ven”. Y ese recuerdo —yo era un niño pequeño— me lleva inmediatamente al padre del capítulo 15 de Lucas, ese padre que “vio desde lejos venir a su hijo” (cf. v. 20), ese hijo que se había ido con todo el dinero y lo malgastó (vv. 13-14). Pero, si lo vio de lejos, fue porque lo estaba esperando. Subía a la terraza —¡cuántas veces al día!— durante días y días, meses, años tal vez, esperando a su hijo. Lo vio de lejos (cf. v. 20). Vuelve con tu Papá, vuelve con tu Padre. Él te espera. Es la ternura de Dios la que nos habla, especialmente durante la Cuaresma. Es el tiempo de entrar en nosotros mismos y recordar al Padre, volver con el Papá.
“No, padre, me avergüenzo de volver porque... Ya sabe padre, he hecho cosas feas, he hecho muchas cosas feas...”. ¿Qué dice el Señor? “Vuelve, yo te curaré de tu infidelidad, te amaré profundamente, porque mi ira se ha alejado. Seré como el rocío; tú florecerás como un lirio y echarás raíces como un árbol del Líbano” (cf. Os 14,5-6). Vuelve con tu padre que te está esperando. El Dios de la ternura nos curará; nos curará de muchas, muchas heridas de la vida y de muchas cosas feas que hemos hecho. ¡Cada uno tiene las suyas!
Pensemos en esto: volver a Dios es volver al abrazo, al abrazo de nuestro Padre. Y pensemos en esa otra promesa que hace Isaías: “Si tus pecados son tan feos como la escarlata, te haré blanco como la nieve” (cf. 1,18). Él es capaz de transformarnos, Él es capaz de cambiar nuestros corazones, pero quiere que demos el primer paso: volver. No es ir a Dios, no: es volver a casa.
Y la Cuaresma siempre se centra en esta conversión del corazón que, en el hábito cristiano, toma forma en el sacramento de la Confesión. Es el momento para —no sé si decir “ajustar las cuentas”, no me gusta— dejar que Dios nos “blanquee”, que Dios nos purifique, que Dios nos abrace.
Sé que muchos de ustedes, por Pascua, van a confesarse para encontrarse con Dios. Pero muchos me dirán hoy: “Pero Padre, ¿dónde puedo encontrar un sacerdote, un confesor, dado que no puedo salir de casa? Y yo quiero hacer las paces con el Señor, quiero que me abrace, quiero que mi Papá me abrace... ¿Qué puedo hacer si no encuentro sacerdotes?”. Haz lo que dice el Catecismo. Es muy claro: si no encuentras un sacerdote para confesarte, habla con Dios, es tu Padre, y dile la verdad: “Señor, he hecho esto, esto, esto... Perdóname”, y pídele perdón de todo corazón, con el Acto de dolor y prométele: “Me confesaré después, pero perdóname ahora”. E inmediatamente volverás a la gracia de Dios. Tú mismo puedes acercarte, como nos enseña el Catecismo, al perdón de Dios sin tener un sacerdote a la mano. Piensa en ello: ¡es el momento! Y este es el momento adecuado, el momento oportuno. Un Acto de dolor bien hecho, y así nuestra alma se volverá blanca como la nieve.
Sería bueno que hoy en nuestros oídos resonara este “vuelve”, “vuelve con tu Papá, vuelve con tu Padre”. Te espera y hará fiesta.