El profeta Isaías
"Pecadores, pero en diálogo con Dios"
Martes, 10 de marzo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Ayer la Palabra de Dios nos enseñaba a reconocer nuestros pecados y a confesarlos, pero no sólo con la mente, sino también con el corazón, con un espíritu de vergüenza; la vergüenza como una actitud más noble ante Dios por nuestros pecados. Y hoy el Señor nos llama a todos los pecadores a dialogar con Él (cf. Is 1,10.16-20), porque el pecado nos encierra en nosotros mismos, hace que nos escondamos o esconde nuestra verdad, dentro. Esto es lo que le pasó a Adán y Eva: después del pecado se escondieron, porque se avergonzaron; estaban desnudos (cf. Gn 3,8-10). Y el pecador, cuando siente vergüenza, luego tiene la tentación de esconderse. Y el Señor llama: «Venid y discutamos —dice el Señor—» (Is 1,18); “hablemos de tu pecado, hablemos de tu situación. No tengas miedo”. Y continúa: «Aunque tus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana». “Venid, porque soy capaz de cambiarlo todo —nos dice el Señor—, no tengáis miedo de venir a hablar, sed valientes incluso con vuestras miserias”.
Me viene a la mente ese santo que era muy penitente, que rezaba mucho. Y trataba siempre de darle al Señor todo lo que el Señor le pedía. Pero el Señor no estaba contento. Y un día se enfadó un poco con el Señor, porque tenía mal carácter el santo. Y le dice al Señor: “Pero, Señor, no te entiendo. Te doy todo, todo, y siempre estás insatisfecho, como si faltara algo. ¿Qué falta?” “Dame tus pecados: eso es lo que falta”. Tener el valor de ir con nuestras miserias a hablar con el Señor: “Venid y discutamos. No tengáis miedo”. «Aunque tus pecado sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana» (v.18).
Esta es la invitación del Señor. Pero siempre hay un engaño: en lugar de ir a hablar con el Señor, fingir que no somos pecadores. Eso es lo que el Señor reprocha a los doctores de la ley (cf. Mt 23,1-12). Estas personas «todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar “mi maestro” por la gente». La apariencia, la vanidad. Cubrir la verdad de nuestro corazón con la vanidad. ¡La vanidad nunca se cura! La vanidad no sana jamás. Además, es venenosa, sigue llevando la enfermedad a tu corazón, llevándote a esa dureza de corazón que te dice: "No, no vayas al Señor, no vayas. Quédate”
La vanidad es precisamente el lugar para cerrarse a la llamada del Señor. En cambio, la invitación del Señor es la de un padre, de un hermano: “¡Ven! Hablemos, hablemos. Al final soy capaz de cambiar tu vida del rojo al blanco”.
Que esta palabra del Señor nos anime; que nuestra oración sea una verdadera oración. De nuestra realidad, de nuestros pecados, de nuestras miserias. Hablar con el Señor. Él sabe, Él sabe lo que somos. Lo sabemos, pero la vanidad siempre nos invita a taparlo. Que el Señor nos ayude.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA PARA EL DÍA MUNDIAL DE LAS MISIONES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
20 de octubre de 2019
Quisiera escoger tres palabras de las lecturas que hemos escuchado: un sustantivo, un verbo y un adjetivo. El sustantivo es el monte: de esto habla Isaías, cuando profetiza acerca de un monte del Señor, más elevado que las colinas, al que confluirán todas las naciones (cf. Is 2,2). El monte vuelve en el Evangelio, ya que Jesús, después de su resurrección, indica a los discípulos, como lugar de encuentro, un monte de Galilea, precisamente en Galilea, que está habitada por muchos pueblos diferentes, la «Galilea de los gentiles» (cf. Mt 4,15). Entonces, pareciera que el monte es el lugar donde a Dios le gusta dar cita a toda la humanidad. Es el lugar del encuentro con nosotros, como muestra la Biblia, desde el Sinaí pasando por el Carmelo, hasta llegar a Jesús, que proclamó las Bienaventuranzas en la montaña, se transfiguró en el monte Tabor, dio su vida en el Calvario y ascendió al cielo desde el monte de los Olivos. El monte, lugar de grandes encuentros entre Dios y el hombre, es también el sitio donde Jesús pasa horas y horas en oración (cf. Mc 6,46), uniendo la tierra y el cielo; a nosotros, sus hermanos, con el Padre.
¿Qué significado tiene para nosotros el monte? Que estamos llamados a acercarnos a Dios y a los demás: a Dios, el Altísimo, en el silencio, en la oración, tomando distancia de las habladurías y los chismes que contaminan. Pero también a los demás, que desde el monte se ven en otra perspectiva, la de Dios que llama a todas las personas: desde lo alto, los demás se ven en su conjunto y se descubre que la belleza sólo se da en el conjunto. El monte nos recuerda que los hermanos y las hermanas no se seleccionan, sino que se abrazan, con la mirada y, sobre todo, con la vida. El monte une a Dios y a los hermanos en un único abrazo, el de la oración. El monte nos hacer ir a lo alto, lejos de tantas cosas materiales que pasan; nos invita a redescubrir lo esencial, lo que permanece: Dios y los hermanos. La misión comienza en el monte: allí se descubre lo que cuenta. En el corazón de este mes misionero, preguntémonos: ¿Qué es lo que cuenta para mí en la vida? ¿Cuáles son las cumbres que deseo alcanzar?
Un verbo acompaña al sustantivo monte: subir. Isaías nos exhorta: «Venid, subamos al monte del Señor» (2,3). No hemos nacido para estar en la tierra, para contentarnos con cosas llanas, hemos nacido para alcanzar las alturas, para encontrar a Dios y a los hermanos. Pero para esto se necesita subir: se necesita dejar una vida horizontal, luchar contra la fuerza de gravedad del egoísmo, realizar un éxodo del propio yo. Subir, por tanto, cuesta trabajo, pero es el único modo para ver todo mejor, como cuando se va a la montaña y sólo en la cima se vislumbra el panorama más hermoso y se comprende que no se podía conquistar sino avanzando por aquel sendero siempre en subida.
Y como en la montaña no se puede subir bien si se está cargado de cosas, así en la vida es necesario aligerarse de lo que no sirve. Es también el secreto de la misión: para partir se necesita dejar, para anunciar se necesita renunciar. El anuncio creíble no está hecho de hermosas palabras, sino de una vida buena: una vida de servicio, que sabe renunciar a muchas cosas materiales que empequeñecen el corazón, nos hacen indiferentes y nos encierran en nosotros mismos; una vida que se desprende de lo inútil que ahoga el corazón y encuentra tiempo para Dios y para los demás. Podemos preguntarnos: ¿Cómo es mi subida? ¿Sé renunciar a los equipajes pesados e inútiles de la mundanidad para subir al monte del Señor? ¿Es de subida mi camino o de “escalada”?
Si el monte nos recuerda lo que cuenta —Dios y los hermanos—, y el verbo subir cómo llegar, una tercera palabra resuena hoy con mayor fuerza. Es el adjetivo todos, que prevalece en las lecturas: «todas las naciones», decía Isaías (2,2); «todos los pueblos», hemos repetido en el salmo; Dios quiere «que todos los hombres se salven», escribe Pablo (1 Tm 2,4); «id y haced discípulos a todos los pueblos», pide Jesús en el Evangelio (Mt 28,19). El Señor es obstinado al repetir este todos. Sabe que nosotros somos testarudos al repetir “mío” y “nuestro”: mis cosas, nuestra gente, nuestra comunidad…, y Él no se cansa de repetir: “todos”. Todos, porque ninguno está excluido de su corazón, de su salvación; todos, para que nuestro corazón vaya más allá de las aduanas humanas, más allá de los particularismos fundados en egoísmos que no agradan a Dios. Todos, porque cada uno es un tesoro precioso y el sentido de la vida es dar a los demás este tesoro. Esta es la misión: subir al monte a rezar por todos y bajar del monte para hacerse don a todos.
Subir y bajar: el cristiano, por tanto, está siempre en movimiento, en salida. De hecho, el imperativo de Jesús en el Evangelio es id. Todos los días cruzamos a muchas personas, pero —podemos preguntarnos— ¿vamos al encuentro de esas personas? ¿Hacemos nuestra la invitación de Jesús o nos quedamos en nuestros propios asuntos? Todos esperan cosas de los demás, el cristiano va hacia los demás. El testigo de Jesús jamás busca ser destinatario de un reconocimiento de los demás, sino que es él quien debe dar amor al que no conoce al Señor. El testigo de Jesús va al encuentro de todos, no sólo de los suyos, de su grupito. Jesús también te dice: “Ve, ¡no pierdas la ocasión de testimoniar!”. Hermano, hermana: El Señor espera de ti ese testimonio que nadie puede dar en tu lugar. «Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. […] Así tu preciosa misión no se malogrará» (Exhort. apost. Gaudete et exsultate, 24).
¿Qué instrucciones nos da el Señor para ir al encuentro de todos? Una sola, muy sencilla: haced discípulos. Pero, atención: discípulos suyos, no nuestros. La Iglesia anuncia bien sólo si vive como discípula. Y el discípulo sigue cada día al Maestro y comparte con los demás la alegría del discipulado. No conquistando, obligando, haciendo prosélitos, sino testimoniando, poniéndose en el mismo nivel, discípulos con los discípulos, ofreciendo con amor ese amor que hemos recibido. Esta es la misión: dar aire puro, de gran altitud, a quien vive inmerso en la contaminación del mundo; llevar a la tierra esa paz que nos llena de alegría cada vez que encontramos a Jesús en el monte, en la oración; mostrar con la vida e incluso con palabras que Dios ama a todos y no se cansa nunca de ninguno.
Queridos hermanos y hermanas: Cada uno de nosotros tiene, cada uno de nosotros “es una misión en esta tierra” (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 273). Estamos aquí para testimoniar, bendecir, consolar, levantar, transmitir la belleza de Jesús. Ánimo, ¡Él espera mucho de ti! El Señor tiene una especie de ansiedad por aquellos que aún no saben que son hijos amados del Padre, hermanos por los que ha dado la vida y el Espíritu Santo. ¿Quieres calmar la ansiedad de Jesús? Ve con amor hacia todos, porque tu vida es una misión preciosa: no es un peso que soportar, sino un don para ofrecer. Ánimo, sin miedo, ¡vayamos al encuentro de todos!
porque estabas airado contra mí,
pero ha cesado tu ira
y me has consolado.
Él es mi Dios y Salvador:
confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor,
él fue mi salvación.
Y sacaréis aguas con gozo
de las fuentes de la salvación.
Aquel día diréis:
«Dad gracias al Señor,
invocad su nombre,
contad a los pueblos sus hazañas,
proclamad que su nombre es excelso.
Tañed para el Señor, que hizo proezas,
anunciadlas a toda la tierra;
gritad jubilosos, habitantes de Sión:
"Qué grande es en medio de ti
el Santo de Israel."»
los cercanos, reconoced mi fuerza.
Temen en Sión los pecadores,
y un temblor agarra a los perversos:
"¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador,
quién de nosotros habitará una hoguera perpetua?"
El que procede con justicia y habla con rectitud
y rehúsa el lucro de la opresión,
el que sacude la mano rechazando el soborno
y tapa su oído a propuestas sanguinarias,
el que cierra los ojos para no ver la maldad:
ése habitará en lo alto,
tendrá su alcázar en un picacho rocoso,
con abasto de pan y provisión de agua.
tengo que marchar hacia las puertas del abismo;
me privan del resto de mis años.»
Yo pensé: «Ya no veré más al Señor
en la tierra de los vivos,
ya no miraré a los hombres
entre los habitantes del mundo.
Levantan y enrollan mi vida
como una tienda de pastores.
Como un tejedor, devanaba yo mi vida,
y me cortan la trama.»
Día y noche me estás acabando,
sollozo hasta el amanecer.
Me quiebras los huesos como un león,
día y noche me estás acabando.
Estoy piando como una golondrina,
gimo como una paloma.
Mis ojos mirando al cielo se consumen:
¡Señor, que me oprimen, sal fiador por mí!
Me has curado, me has hecho revivir,
la amargura se me volvió paz
cuando detuviste mi alma ante la tumba vacía
y volviste la espalda a todos mis pecados.
El abismo no te da gracias,
ni la muerte te alaba,
ni esperan en tu fidelidad
los que bajan a la fosa.
Los vivos, los vivos son quienes te alaban:
como yo ahora.
El padre enseña a sus hijos tu fidelidad.
Sálvame, Señor, y tocaremos nuestras arpas
todos nuestros días en la casa del Señor.
Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos - ha hablado la boca del Señor- »
Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
II Domingo de Adviento
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado empezamos el Adviento con la invitación a vigilar; hoy, segundo domingo de este tiempo de preparación a la Navidad, la liturgia nos indica los contenidos propios: es un tiempo para reconocer los vacíos para colmar en nuestra vida, para allanar las asperezas del orgullo y dejar espacio a Jesús que viene.
El profeta Isaías se dirige al pueblo anunciando el final del exilio en Babilonia y el regreso a Jerusalén. Él profetiza: «Una voz clama: “En el desierto abrid camino a Yahveh. […]. Que todo valle sea elevado”» (40, 3). Los valles para elevar representan todos los vacíos de nuestro comportamiento ante Dios, todos nuestros pecados de omisión. Un vacío en nuestra vida puede ser el hecho de que no rezamos o rezamos poco. El Adviento es entonces el momento favorable para rezar con más intensidad, para reservar a la vida espiritual el puesto importante que le corresponde. Otro vacío podría ser la falta de caridad hacia el prójimo, sobre todo, hacia las personas más necesitadas de ayuda no solo material, sino también espiritual. Estamos llamados a prestar más atención a las necesidades de los otros, más cercanos. Como Juan Bautista, de este modo podemos abrir caminos de esperanza en el desierto de los corazones áridos de tantas personas. «Y todo monte y cerro sea rebajado» (v. 4), exhorta aún Isaías. Los montes y los cerros que deben ser rebajados son el orgullo, la soberbia, la prepotencia. Donde hay orgullo, donde hay prepotencia, donde hay soberbia no puede entrar el Señor porque ese corazón está lleno de orgullo, de prepotencia, de soberbia. Por esto, debemos rebajar este orgullo. Debemos asumir actitudes de mansedumbre y de humildad, sin gritar, escuchar, hablar con mansedumbre y así preparar la venida de nuestro Salvador, Él que es manso y humilde de corazón (cf. Mateo 11, 29). Después se nos pide que eliminemos todos los obstáculos que ponemos a nuestra unión con el Señor: «¡Vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie! Se revelará la gloria de Yahveh —dice Isaías— y toda criatura a una la verá (Isaías 40, 4-5). Estas acciones, sin embargo, se cumplen con alegría, porque están encaminadas a la preparación de la llegada de Jesús. Cuando esperamos en casa la visita de una persona querida, preparamos todo con cuidado y felicidad. Del mismo modo queremos prepararnos para la venida del Señor: esperarlo cada día con diligencia, para ser colmados de su gracia cuando venga.
El Salvador que esperamos es capaz de transformar nuestra vida con su gracia, con la fuerza del Espíritu Santo, con la fuerza del amor. En efecto, el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones el amor de Dios, fuente inagotable de purificación, de vida nueva y de libertad. La Virgen María vivió en plenitud esta realidad, dejándose «bautizar» por el Espíritu Santo que la inundó de su poder. Que Ella, que preparó la venida del Cristo con la totalidad de su existencia, nos ayude a seguir su ejemplo y guíe nuestros pasos al encuentro con el Señor que viene.
y su brazo manda.
Mirad, viene con él su salario,
y su recompensa lo precede.
Como un pastor que apacienta el rebaño,
su brazo lo reúne,
toma en brazos los corderos
y hace recostar a las madres.
¿Quién ha medido a puñados el mar
o mensurado a palmos el cielo,
o a cuartillos el polvo de la tierra?
¿Quién ha pesado en la balanza los montes
y en la báscula las colinas?
¿Quién ha medido el aliento del Señor?
¿Quién le ha sugerido su proyecto?
¿Con quién se aconsejó para entenderlo,
para que le enseñara el camino exacto,
para que le enseñara el saber
y le sugiriese el método inteligente?
Mirad, las naciones son gotas de un cubo
y valen lo que el polvillo de balanza.
Mirad, las islas pesan lo que un grano,
el Líbano no basta para leña,
sus fieras no bastan para el holocausto.
En su presencia, las naciones todas
como si no existieran,
valen para él nada y vacío.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
atended, pueblos lejanos:
Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó;
en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre.
Hizo de mi boca una espada afilada,
me escondió en la sombra de su mano;
me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba
y me dijo:
«Tú eres mi siervo,
de quien estoy orgulloso.»
Mientras yo pensaba: «En vano me he cansado,
en viento y en nada he gastado mis fuerzas»,
en realidad mi derecho lo llevaba el Señor,
mi salario lo tenía mi Dios.
Y ahora habla el Señor,
que desde el vientre me formó siervo suyo,
para que le trajese a Jacob,
para que le reuniese a Israel
-tanto me honró el Señor,
y mi Dios fue mi fuerza-:
«Es poco que seas mi siervo
y restablezcas las tribus de Jacob
y conviertas a los supervivientes de Israel;
te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance
hasta el confín de la tierra.»
"Perseverar en el servicio"
Martes, 7 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
La profecía de Isaías que hemos escuchado es una profecía sobre el Mesías, sobre el Redentor, pero también una profecía sobre el pueblo de Israel, sobre el pueblo de Dios: podemos decir que puede ser una profecía sobre cada uno de nosotros. En sustancia, la profecía subraya que el Señor ha elegido a su servidor desde el vientre materno: lo dice dos veces (cf. Is 49,1). Su siervo fue elegido desde el principio, desde el nacimiento o antes del nacimiento. El pueblo de Dios fue elegido antes de nacer, también cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros cayó en el mundo por casualidad, por caso. Cada uno tiene un destino, un destino libre, el destino de la elección de Dios. Yo nazco con el destino de ser hijo de Dios, de ser siervo de Dios, con la tarea de servir, de construir, de edificar. Y esto, desde el seno materno.
El siervo de Yahvé, Jesús, sirvió hasta la muerte: parecía una derrota, pero era la manera de servir. Y esto subraya la manera de servir que debemos tener en nuestras vidas. Servir es darse a sí mismo, darse a los demás. Servir no es pretender para cada uno de nosotros otro beneficio que no sea el de servir. Servir es la gloria, y la gloria de Cristo es servir hasta el punto de aniquilarse hasta la muerte, muerte de cruz (cf. Flp 2,8). Jesús es el servidor de Israel. El pueblo de Dios es siervo, y cuando el pueblo de Dios se aleja de esta actitud de servicio es un pueblo apóstata: se aleja de la vocación que Dios le ha dado. Y cuando cada uno de nosotros se aleja de esta vocación de servicio, se aleja del amor de Dios, y construye su vida sobre otros amores, muchas veces idólatras.
El Señor nos ha elegido desde el vientre materno. En la vida hay caídas: cada uno de nosotros es un pecador y puede caer, y ha caído. Sólo la Virgen y Jesús... todos los demás hemos caído, somos pecadores. Pero lo que importa es la actitud ante el Dios que me eligió, que me ungió como siervo; es la actitud de un pecador que es capaz de pedir perdón, como Pedro, que jura que “no, nunca te negaré, Señor, nunca, nunca, nunca”, pero luego, cuando el gallo canta, llora. Se arrepiente (cf. Mt 26,75). Este es el camino del siervo: cuando resbala, cuando cae, pide perdón.
En cambio, cuando el siervo no es capaz de comprender que ha caído, cuando la pasión lo domina de tal manera que lo lleva a la idolatría, abre su corazón a satanás, entra en la noche: eso es lo que le pasó a Judas (cf. Mt 27, 3-10).
Pensemos hoy en Jesús, el siervo, fiel en el servicio. Su vocación es servir hasta la muerte y muerte de Cruz (cf. Flp 2,5-11). Pensemos en cada uno de nosotros, parte del pueblo de Dios: somos servidores, nuestra vocación es servir, no aprovechar nuestro lugar en la Iglesia. Servir. Siempre en servicio.
Pidamos la gracia de perseverar en el servicio. A veces con resbalones, caídas, pero la gracia de al menos llorar como Pedro lloró.
invocadlo mientras esté cerca;
que el malvado abandone su camino,
y el criminal sus planes;
que regrese al Señor, y él tendrá piedad,
a nuestro Dios, que es rico en perdón.
Mis planes no son vuestros planes,
vuestros caminos no son mis caminos
-oráculo del Señor-.
Como el cielo es más alto que la tierra,
mis caminos son más altos que los vuestros,
mis planes, que vuestros planes.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA PARA EL CUERPO DE LA GENDARMERÍA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Gruta de Lourdes, Jardines vaticanos
Domingo, 24 de septiembre de 2017
En la primera Lectura, el profeta Isaías nos exhorta a buscar al Señor, a convertirnos: «Buscad al Señor mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano. Deje el malo su camino, el hombre inocuo sus pensamientos» (55, 6-7). Es la conversión. Nos dice que el camino es aquel: buscar al Señor. Cambiar de vida, convertirse... Y esto es cierto. Pero Jesús cambia la lógica y va más allá, con una lógica que ninguno podía entender: es la lógica del amor de Dios. Es cierto, tú debes buscar al Señor y hacer de todo para encontrarlo; pero lo importante es que es Él el que te está buscando a ti. Él te está buscando. Más importante que buscar al Señor es darse cuenta de que Él me busca.
Este pasaje del Evangelio, esta parábola nos hace entender esto: Dios sale para encontrarnos. Durante cinco veces se habla en este pasaje de la salida: la salida de Dios, el jefe de casa, que va a buscar jornaleros para su viña. Y la jornada es la vida de una persona, y Dios sale por la mañana, a media mañana, a mediodía, por la tarde, hasta las cinco. No se cansa de salir. Nuestro Dios no se cansa de salir para buscarnos, para hacernos ver que nos ama. «Pero, Padre, yo soy un pecador...». Y cuántas veces nosotros estamos en la calle como aquellos [de la parábola], que están allí todo el día; y estar en la calle es estar en el mundo, estar en los pecados, estar... «¡Ven!» —«Pero es tarde...»— «¡Ven!». Para Dios nunca es tarde. Nunca, ¡nunca!. Esta es su lógica de la conversión. Él sale de Sí mismo para buscarnos y tanto salió de Sí mismo que mandó a su hijo para buscarnos. Nuestro Dios siempre tiene la mirada en nosotros. Pensemos en el padre del hijo pródigo: dice el Evangelio que lo vio llegar de lejos (cf Lc 15, 20). Pero, ¿por qué lo vio? Porque todos los días y tal vez varias veces al día subía a la terraza a mirar si iba el hijo, si el hijo volvía. Este es el corazón de nuestro Dios: nos espera siempre. Y cuando alguno dice: «He encontrado a Dios», se equivoca. Él, al final, te ha encontrado y te ha llevado consigo. Es Él quien da el primer paso. Él no se cansa de salir, salir... Él respeta la libertad de cada hombre pero está allí, esperando que nosotros le abramos un poquito la puerta. Y esto es lo grande del Señor: es humilde. Nuestro Dios es humilde. Se humilla esperándonos. Está siempre allí, esperando. Todos nosotros somos pecadores y todos necesitamos el encuentro con el Señor: un encuentro que nos dé fuerza para andar adelante, ser mejores, simplemente. Pero estemos atentos. Porque Él pasa, Él viene y sería triste que Él pasase y nosotros no nos diéramos cuenta de que Él está pasando. Y pidamos hoy la gracia: «Señor, que yo esté seguro de que Tú estás esperando. Sí, esperándome, con mis pecados, con mis defectos, con mis problemas». Todos tenemos, todos. Pero Él está ahí: está ahí, siempre. El peor de los pecados creo que es no entender que Él está siempre ahí esperándome, no tener confianza en este amor: la desconfianza en el amor de Dios.
Que el Señor, en esta jornada alegre para vosotros, os conceda esta gracia. También a mí, a todos. La gracia de estar seguros de que Él siempre está en la puerta, esperando que yo abra un poquito para entrar. Y no tengáis miedo: cuando el hijo pródigo encontró a su padre, el padre bajó de la terraza y fue al encuentro del hijo. Aquel anciano iba con prisa y dice el Evangelio que cuando el hijo comenzó a hablar: «Padre. He pecado...» no le dejó hablar; lo abrazó y lo besó (cf 15, 20-21). Esto es lo que nos espera si abrimos un poquito la puerta: el abrazo del Padre.