El apóstol Juan Evangelista
-«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
-«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
-«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
CLAVE DE LECTURA
VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO
A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN GELASIO I, PAPA, EN PONTE MAMMOLO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Domingo, 25 de febrero de 2018
Jesús se deja ver a los Apóstoles como es en el cielo: glorioso, luminoso, triunfante, vencedor. Y esto lo hace para prepararles a soportar la Pasión, el escándalo de la cruz, porque ellos no podían entender que Jesús hubiera muerto como un criminal, no podían entenderlo.
Ellos pensaban que Jesús fuera un libertador, pero como son los libertadores terrenales, los que ganan en la batalla, los que son siempre triunfadores. Y el camino de Jesús es otro: Jesús triunfa a través de la humillación, la humillación de la cruz. Pero puesto que esto hubiera sido un escándalo para ellos, Jesús les hace ver lo que viene después, lo que hay después de la cruz, lo que nos espera a todos nosotros. Esta gloria y este cielo.
¡Y eso es muy hermoso! Es muy hermoso porque Jesús —y esto escuchadlo bien— nos prepara siempre para la prueba. En un modo o en otro, pero este es el mensaje: nos prepara siempre. Nos da la fuerza para ir adelante en los momentos de prueba y vencerlos con su fuerza.
Jesús no nos deja solos en las pruebas de la vida: siempre nos prepara, nos ayuda, como ha preparado a estos [los discípulos], con la visión de su gloria. Y así ellos después recordaron esto [el momento] para soportar el peso de la humillación.
Esto es lo primero que nos enseña la Iglesia: Jesús nos prepara siempre para las pruebas y en las pruebas está con nosotros, no nos deja solos. Nunca. Lo segundo, podemos tomarlo de las palabras de Dios: «Este es mi Hijo, el amado. Escuchadle». Este es el mensaje que el Padre da a los Apóstoles. El mensaje de Jesús es prepararlos, haciéndoles ver su gloria; el mensaje del Padre es: «Escuchadle». No hay un momento en la vida que no se pueda vivir plenamente escuchando a Jesús. En los momentos hermosos, deteneos y escuchad a Jesús; en los momentos malos, deteneos y escuchad a Jesús. Este es el camino. Él nos dirá lo que tenemos que hacer. Siempre. Y vamos adelante en esta Cuaresma con estas dos cosas: en las pruebas, recordad la gloria de Jesús, es decir, lo que nos espera; que Jesús está presente siempre, con esa gloria para darnos fuerza.
Y durante toda la vida, escuchad a Jesús, lo que nos dice Jesús: en el Evangelio, en la liturgia, siempre nos habla; o en el corazón.
En la vida cotidiana, tal vez tengamos problemas, o tengamos que resolver muchas cosas. Hagámonos esta pregunta: ¿Qué nos dice Jesús hoy? Y busquemos escuchar la voz de Jesús, la inspiración desde dentro. Y así seguimos el consejo del Padre: «Este es mi Hijo, el amado. Escuchadle». Será la Virgen la que te dé el segundo consejo en Caná, en Galilea, cuando se produce el milagro del agua [trasformada] en vino. ¿Qué dice la Virgen? «Haced lo que Él diga». Escuchar a Jesús y hacer lo que Él dice: este es el camino seguro. Ir adelante con el recuerdo de la gloria de Jesús, con este consejo: escuchar a Jesús y hacer lo que Él nos dice.
-«El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.»
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó:
-«¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
-«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
-«El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»
CLAVE DE LECTURA
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
A LITUANIA, LETONIA Y ESTONIA
[22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2018]
ÁNGELUS
Parque Santakos de Kaunas, Lituania
Domingo, 23 de septiembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas:
El libro de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura nos habla del justo perseguido, de aquel cuya “sola presencia” molesta a los impíos. El impío es descrito como el que oprime al pobre, no tiene compasión de la viuda ni respeta al anciano (cf. 2,17-20). El impío tiene la pretensión de creer que su “fuerza es la norma de la justicia”. Someter a los más frágiles, usar la fuerza en cualquiera de sus formas: imponer un modo de pensar, una ideología, un discurso dominante, usar la violencia o represión para doblegar a quienes simplemente, con su hacer cotidiano honesto, sencillo, trabajador y solidario, expresan que es posible otro mundo, otra sociedad. Al impío no le alcanza con hacer lo que quiere, dejarse llevar por sus caprichos; no quiere que los otros, haciendo el bien, dejen en evidencia su modo de actuar. En el impío, el mal siempre intenta aniquilar el bien.
Hace 75 años, esta nación presenciaba la destrucción definitiva del Gueto de Vilnia; así culminaba el aniquilamiento de miles de hebreos que ya había comenzado dos años antes. Al igual que se lee en el libro de la Sabiduría, el pueblo judío pasó por ultrajes y tormentos. Hagamos memoria de aquellos tiempos, y pidamos al Señor que nos dé el don del discernimiento para detectar a tiempo cualquier rebrote de esa perniciosa actitud, cualquier aire que enrarezca el corazón de las generaciones que no han vivido aquello y que a veces pueden correr tras esos cantos de sirena.
Jesús en el Evangelio nos recuerda una tentación sobre la que tendremos que vigilar con insistencia: el afán de primacía, de sobresalir por encima de los demás, que puede anidar en todo corazón humano. Cuántas veces ha sucedido que un pueblo se crea superior, con más derechos adquiridos, con más privilegios por preservar o conquistar. ¿Cuál es el antídoto que propone Jesús cuando aparece esa pulsión en nuestro corazón o en el latir de una sociedad o un país? Hacerse el último de todos y el servidor de todos; estar allí donde nadie quiere ir, donde nada llega, en lo más distante de las periferias; y sirviendo, generando encuentro con los últimos, con los descartados. Si el poder se decidiera por eso, si permitiéramos que el Evangelio de Jesucristo llegara a lo hondo de nuestras vidas, entonces sí sería una realidad la “globalización de la solidaridad”. «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas” (Ga 6,2)» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
Aquí en Lituania está la colina de las cruces, donde millares de personas, a lo largo de los siglos, han plantado el signo de la cruz. Los invito a que, al rezar el Ángelus, le pidamos a María que nos ayude a plantar la cruz de nuestro servicio, de nuestra entrega allí donde nos necesitan, en la colina donde habitan los últimos, donde es preciso la atención delicada a los excluidos, a las minorías, para que alejemos de nuestros ambientes y de nuestras culturas la posibilidad de aniquilar al otro, de marginar, de seguir descartando a quien nos molesta y amenaza nuestras comodidades.
Jesús pone en medio a un pequeño, lo pone a la misma distancia de todos, para que todos nos sintamos desafiados a dar una respuesta. Al recordar el “sí” de María, pidámosle que haga nuestro “sí” generoso y fecundo como el suyo.
V. Angelus Domini nuntiavit Mariae.
R. Et concepit de Spiritu Sancto.
- «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.»
Jesús respondió:
- «No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Y, además, el que os dé a beber un vaso de agua, porque seguís al Mesías, os aseguro que no se quedará sin recompensa. El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy nos cuenta un breve diálogo entre Jesús y el apóstol Juan, que habla en nombre de todo el grupo de discípulos. Habían visto un hombre que expulsaba demonios en nombre del Señor, pero se lo impidieron porque no formaba parte de su grupo. Jesús, a este punto, les invita a no obstaculizar a quien trabaja por el bien, porque contribuye a realizar el proyecto de Dios (cfr. Mc 9,38-41). Luego advierte: en lugar de dividir a las personas en buenos y malos, todos estamos llamados a vigilar nuestro corazón, para no sucumbir al mal y dar escándalo a los demás (cfr. vv. 42-45.47-48).
Las palabras de Jesús desvelan una tentación y ofrecen una exhortación. La tentación es la de la cerrazón. Los discípulos querían impedir una obra de bien solo porque quien la realizaba no pertenecía a su grupo. Piensan que tienen “la exclusiva sobre Jesús” y que son los únicos autorizados a trabajar por el Reino de Dios. Pero así terminan por sentirse predilectos y consideran a los otros como extraños, hasta convertirse en hostiles con ellos. Hermanos y hermanas, cada cerrazón, de hecho, hace tener a distancia a quien no piensa como nosotros, y esto —lo sabemos— es la raíz de muchos males de la historia: del absolutismo que a menudo ha generado dictaduras y de muchas violencias hacia quien es diferente.
Pero es necesario también velar sobre la cerrazón en la Iglesia. Porque el diablo, que es el divisor —esto significa la palabra “diablo”, que causa la división— siempre insinúa sospechas para dividir y excluir a la gente. Tienta con astucia, y puede suceder como a esos discípulos, ¡que llegan a excluir incluso a quien había expulsado al mismo diablo! A veces también nosotros, en vez de ser comunidad humilde y abierta, podemos dar la impresión de ser “los primeros de la clase” y tener a los otros a distancia; en vez de tratar de caminar con todos, podemos exhibir nuestro “carné de creyentes”: “yo soy creyente”, “yo soy católico”, “yo soy católica”, “yo pertenezco a esta asociación, a la otra…”; y los otros pobrecitos no. Esto es un pecado. Mostrar el “carné de creyentes” para juzgar y excluir. Pidamos la gracia de superar la tentación de juzgar y de catalogar, y que Dios nos preserve de la mentalidad del “nido”, la de custodiarnos celosamente en el pequeño grupo de quien se considera bueno: el sacerdote con sus fieles, los trabajadores pastorales cerrados entre ellos para que nadie se infiltre, los movimientos y las asociaciones en el propio carisma particular, etc. Cerrados. Todo esto corre el riesgo de hacer de las comunidades cristianas lugares de separación y no de comunión. El Espíritu Santo no quiere cierres; quiere apertura, comunidades acogedoras donde haya sitio para todos.
Y después en el Evangelio está la exhortación de Jesús: en vez de juzgar todo y a todos, ¡estemos atentos a nosotros mismos! De hecho, el riesgo es el de ser inflexibles hacia los otros e indulgentes hacia nosotros mismos. Y Jesús nos exhorta a no pactar con el mal con imágenes que impactan: “Si hay algo en ti que es motivo de escándalo, córtatelo!” (cfr. vv. 43-48). Si algo te hace mal, ¡córtalo! No dice: “Si algo es motivo de escándalo, piensa sobre ello, mejora un poco…”. No: “¡Córtatelo! ¡Enseguida!”. Jesús es radical en esto, exigente, pero por nuestro bien, como un buen médico. Cada corte, cada poda, es para crecer mejor y llevar fruto en el amor. Preguntémonos entonces: ¿Qué hay en mí que contrasta con el Evangelio? ¿Qué quiere Jesús, en concreto, que corte en mi vida?
Recemos a la Virgen Inmaculada, para que nos ayude a ser acogedores hacia los otros y vigilantes sobre nosotros mismos.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 30 de septiembre de 2018
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 9, 38-43.45.47-48) nos presenta uno de esos momentos particulares muy instructivos de la vida de Jesús con sus discípulos. Estos habían visto que un hombre, el cual no formaba parte del grupo de los seguidores de Jesús, expulsaba a los demonios en el nombre de Jesús, y por eso querían prohibírselo. Juan, con el entusiasmo acérrimo típico de los jóvenes, informa sobre el hecho al Maestro buscando su apoyo; pero Jesús, al contrario, responde: «No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros» (vv. 39-40).
Juan y los demás discípulos manifiestan una actitud de cerrazón frente a un suceso que no entra en sus esquemas, en esta caso la acción, aunque sea buena, de una persona «externa» al círculo de seguidores. Sin embargo Jesús aparece muy libre, plenamente abierto a la libertad del Espíritu de Dios, que en su acción no está limitado por ningún confín o algún recinto. Jesús quiere educar a sus discípulos, también a nosotros hoy, en esta libertad interior. Nos hace bien reflexionar sobre este episodio, y hacer un poco de examen de conciencia. La actitud de los discípulos de Jesús es muy humana, muy común, y lo podemos encontrar en las comunidades cristianas de todos los tiempos, probablemente también en nosotros mismos. De buena fe, de hecho, con celo, se quisiera proteger la autenticidad de una cierta experiencia, tutelando al fundador o al líder de los falsos imitadores. Pero al mismo tiempo está como el temor de la «competencia» —esto es feo: el temor de la competencia—, que alguno pueda robar nuevos seguidores, y entonces no se logra apreciar el bien que los otros hacen: no va bien porque «no es de los nuestros», se dice. Es una forma de autorreferencialidad. Es más, aquí está la raíz del proselitismo. Y la Iglesia —decía el Papa Benedicto— no crece por proselitismo, crece por atracción, es decir crece por el testimonio dado a los demás con la fuerza del Espíritu Santo.
La gran libertad de Dios al donarse a nosotros constituye un desafío y una exhortación a modificar nuestras actitudes y nuestras relaciones. Es la invitación que nos dirige Jesús hoy. Él nos llama a no pensar según las categorías de «amigo/enemigo», «nosotros/ellos», «quien está dentro/quien está fuera», «mío/tuyo», sino para ir más allá, a abrir el corazón para poder reconocer su presencia y la acción de Dios también en ambientes insólitos e imprevisibles y en personas que forman parte de nuestro círculo. Se trata de estar atentos más a la autenticidad del bien, de lo bonito y de lo verdadero que es realizado, que no al nombre y a la procedencia de quien lo cumple. Y —como nos sugiere la parte restante del Evangelio de hoy —en vez de juzgar a los demás, debemos examinarnos a nosotros mismos, y «cortar» sin compromisos todo lo que puede escandalizar a las personas más débiles en la fe. Que la Virgen María, modelo de dócil acogida de las sorpresas de Dios, nos ayude a reconocer los signos de la presencia del Señor en medio de nosotros, descubriéndolo allá donde Él se manifieste, también en las situaciones más impensables y raras. Que nos enseñe a amar nuestra comunidad sin envidias y clausuras, siempre abiertos al amplio horizonte de la acción del Espíritu Santo.
- «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»
Les preguntó:
- «¿Qué queréis que haga por vosotros?»
Contestaron:
- «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»
Jesús replicó:
- «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»
Contestaron:
- «Lo somos.»
Jesús les dijo:
- «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.»
Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, reuniéndolos, les dijo:
- «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen.
Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos.
Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy (Mc 10,35-45) cuenta que dos discípulos, Santiago y Juan, piden al Señor sentarse un día junto a Él en la gloria, como si fueran “primeros ministros”, o algo así. Pero los otros discípulos los escuchan y se indignan. A este punto Jesús, con paciencia, les ofrece una gran enseñanza: la verdadera gloria no se obtiene elevándose sobre los otros, sino viviendo el mismo bautismo que Él recibirá, dentro de poco tiempo, en Jerusalén, es decir, la cruz. ¿Qué quiere decir esto? La palabra “bautismo” significa “inmersión”: con su Pasión, Jesús se sumergió en la muerte, ofreciendo su vida para salvarnos. Por tanto, su gloria, la gloria de Dios, es amor que se hace servicio, no poder que aspira a la dominación. No poder que aspira al dominio, ¡no! Es amor que se hace servicio. Por eso Jesús concluye diciendo a los suyos y también a nosotros: «el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Mc 10,43). Para hacerse grandes, tendréis que ir en el camino del servicio, servir a los otros.
Estamos frente a dos lógicas diferentes: los discípulos quieren emerger y Jesús quiere sumergirse. Detengámonos sobre estos dos verbos. El primero es emerger. Expresa esa mentalidad mundana por la que siempre somos tentados: vivir todas las cosas, incluso las relaciones, para alimentar nuestra ambición, para subir los peldaños del éxito, para alcanzar puestos importantes. La búsqueda del prestigio personal se puede convertir en una enfermedad del espíritu, incluso disfrazándose detrás de buenas intenciones; por ejemplo cuando, detrás del bien que hacemos y predicamos, en realidad nos buscamos solo a nosotros mismos y nuestra afirmación, es decir, ir adelante nosotros, trepar… Y esto también lo vemos en la Iglesia. Cuántas veces, los cristianos, que deberíamos ser servidores, tratamos de trepar, de ir adelante. Por eso, siempre necesitamos verificar las verdaderas intenciones del corazón, preguntarnos: “¿Por qué llevo adelante este trabajo, esta responsabilidad? ¿Para ofrecer un servicio o para hacerme notar, ser alabado y recibir cumplidos?”. A esta lógica mundana, Jesús contrapone la suya: en vez de elevarse por encima de los demás, bajar del pedestal para servirlos; en vez de emerger sobre los otros, sumergirse en la vida de los otros. Estaba viendo en el programa “A sua immagine” ese servicio de las Cáritas para que a nadie le falte comida: preocuparse por el hambre de los otros, preocuparse de las necesidades de los otros. Mirar y abajarse en el servicio, y no tratar de trepar para la propia gloria.
Y ahí está el segundo verbo: sumergirse. Jesús nos pide que nos sumerjamos. Y ¿cómo sumergirse? Con compasión, en la vida de quien encontramos. Ahí [en ese servicio de Cáritas] estábamos viendo el hambre: y nosotros, ¿pensamos con compasión en el hambre de tanta gente? Cuando estamos delante de la comida, que es una gracia de Dios y que nosotros podemos comer, hay mucha gente que trabaja y no logra tener la comida suficiente para todo el mes. ¿Pensamos en esto? Sumergirse con compasión, tener compasión. No es un dato de enciclopedia: hay muchos hambrientos… ¡No! Son personas. ¿Y yo tengo compasión por las personas? Compasión de la vida de quien encontramos, como ha hecho Jesús conmigo, contigo, con todos nosotros, se ha acercado con compasión.
Miramos al Señor Crucificado, sumergido hasta el fondo en nuestra historia herida, y descubrimos la manera de hacer de Dios. Vemos que Él no se ha quedado allí arriba en los cielos, a mirarnos de arriba a abajo, sino que se ha abajado a lavarnos los pies. Dios es amor y el amor es humilde, no se eleva, sino que desciende, como la lluvia que cae sobre la tierra y trae vida. ¿Pero qué hay que hacer para ponerse en la misma dirección que Jesús, para pasar del emerger al sumergirse, de la mentalidad del prestigio, esa mundana, a la del servicio, la cristiana? Requiere compromiso, pero no es suficiente. Solos es difícil, por no decir imposible, pero tenemos dentro una fuerza que nos ayuda. Es la del Bautismo, de esa inmersión en Jesús que todos nosotros hemos recibido por gracia y que nos dirige, nos impulsa a seguirlo, a no buscar nuestro interés sino a ponernos al servicio. Es una gracia, es un fuego que el Espíritu ha encendido en nosotros y que debe ser alimentado. Pidamos hoy al Espíritu Santo que renueve en nosotros la gracia del Bautismo, la inmersión en Jesús, en su forma de ser, para ser más servidores, para ser siervos como Él ha sido con nosotros.
Y recemos a la Virgen: Ella, incluso siendo la más grande, no ha tratado de emerger, sino que ha sido la humilde sierva del Señor, y está completamente inmersa a nuestro servicio, para ayudarnos a encontrar a Jesús.
Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el fanático, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:
-No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel.
Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca.
C.: En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo:
+: -«¿A quién buscáis?»
C.: Le contestaron:
S.: -«A Jesús, el Nazareno.»
C.: Les dijo Jesús:
+: -«Yo soy.»
C.: Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al decirles «Yo soy» retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:
+: -«¿A quién buscáis?»
C.: Ellos dijeron:
S.: -«A Jesús, el Nazareno.»
C.: Jesús contestó:
+: -«Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar ando a éstos.»
C.: Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste.»
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:
+: -«Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?»
Llevaron a Jesús primero a Anás
C.: La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.»
Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada que hacía de portera dijo entonces a Pedro:
S.: -«¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?»
C.: Él dijo:
S.: -«No lo soy.»
C.: Los criados y los guardias habían encendido un brasero, por que hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina.
Jesús le contestó:
+: -«Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo.»
C.: Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:
S.: -«¿Así contestas al sumo sacerdote?»
C.: Jesús respondió:
+: -«Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?»
C.: Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote.
¿No eres tú también de sus discípulos? No lo soy
C.: Simón Pedro estaba en pie, calentándose, y le dijeron:
S.: -«¿No eres tú también de sus discípulos?»
C.: Él lo negó, diciendo:
S.: -«No lo soy.»
C.: Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo:
S.: -«¿No te he visto yo con él en el huerto?»
C.: Pedro volvió a negar, y enseguida cantó un gallo.
Mi reino no es de este mundo
C.: Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo:
S.: -«¿Qué acusación presentáis contra este hombre?»
C.: Le contestaron:
S.: -«Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos.»
C.: Pilato les dijo:
S.: -«Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.»
C.: Los judíos le dijeron:
S.: -«No estamos autorizados para dar muerte a nadie.»
C.: Y así se cumplió lo que habla dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.
Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo:
S.: -«¿Eres tú el rey de los judíos?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
C.: Pilato replicó:
S.: -«¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
C.: Pilato le dijo:
S.: -«Conque, ¿tú eres rey?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»
C.: Pilato le dijo:
S.: -«Y, ¿qué es la verdad?»
C.: Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo:
S.: -«Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»
C.: Volvieron a gritar:
S.: -«A ése no, a Barrabás.»
C.: El tal Barrabás era un bandido.
¡Salve, rey de los judíos!
C.: Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían:
S.: -«¡Salve, rey de los judíos!»
C.: Y le daban bofetadas.
Pilato salió otra vez afuera y les dijo:
S.: -«Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa.»
C.: Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:
S.: -«Aquí lo tenéis.»
C.: Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron:
S.: -«¡Crucifícalo, crucifícalo!»
C.: Pilato les dijo:
S.: -«Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él.»
C.: Los judíos le contestaron:
S.: -«Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios.»
C.: Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:
S.: -«¿De dónde eres tú?»
C.: Pero Jesús no le dio respuesta.
Y Pilato le dijo:
S.: -«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor.»
¡Fuera, fuera; crucifícalo!
C.: Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:
S.: -«Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César.»
C.: Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman «el Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía.
Y dijo Pilato a los judíos:
S.: -«Aquí tenéis a vuestro rey.»
C.: Ellos gritaron:
S.: -«¡Fuera, fuera; crucifícalo!»
C.: Pilato les dijo:
S.: -«¿A vuestro rey voy a crucificar?»
C.: Contestaron los sumos sacerdotes:
S.: -«No tenemos más rey que al César.»
C.: Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.
Lo crucificaron, y con él a otros dos
C.: Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba morir, escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos.»
Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego.
Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
S.: -«No escribas "El rey de los judíos", sino "Éste ha dicho: Soy el rey de los judíos".»
C.: Pilato les contestó:
S.: -«Lo escrito, escrito está.»
Se repartieron mis ropas
C.: Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:
S.: -«No la rasguemos, sino echemos a suerte, a ver a quién le toca. »
C.: Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.»
Esto hicieron los soldados.
Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre
C.: Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:
+: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
C.: Luego, dijo al discípulo:
+: -«Ahí tienes a tu madre.»
C.: Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Está cumplido
C.: Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo:
+: -«Tengo sed.»
C.: Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una cana de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:
+: -«Está cumplido.»
C.: E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa.
Y al punto salió sangre y agua
C.: Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.»
Vendaron todo el cuerpo de Jesús, con los aromas
C.: Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
CLAVE DE LECTURA
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A LITUANIA, LETONIA Y ESTONIA
[22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2018]
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Santuario de la Madre de Dios de Aglona, Letonia
Lunes, 24 de septiembre de 2018
Bien podríamos decir que aquello que relata san Lucas en el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles se repite hoy aquí: íntimamente unidos, dedicados a la oración, y en compañía de María, nuestra Madre (cf. 1,14). Hoy hacemos nuestro el lema de esta visita: “¡Muéstrate, Madre!”, haz evidente en qué lugar sigues cantando el Magníficat, en qué sitios está tu Hijo crucificado, para encontrar a sus pies tu firme presencia.
El evangelio de Juan relata solo dos momentos en que la vida de Jesús se entrecruza con la de su Madre: las bodas de Caná (cf. Jn 2,1-12) y el que acabamos de leer, María al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27). Pareciera que al evangelista le interesa mostrarnos a la Madre de Jesús en esas situaciones de vida aparentemente opuestas: el gozo de unas bodas y el dolor por la muerte de un hijo. Que, al adentrarnos en el misterio de la Palabra, ella nos muestre cuál es la Buena Noticia que el Señor hoy quiere compartirnos.
Lo primero que señala el evangelista es que María está “firmemente de pie” junto a su Hijo. No es un modo liviano de estar, tampoco evasivo y menos aún pusilánime. Es con firmeza, “clavada” al pie de la cruz, expresando con la postura de su cuerpo que nada ni nadie podría moverla de ese lugar. María se muestra en primer lugar así: al lado de los que sufren, de aquellos de los que todo el mundo huye, incluso de los que son enjuiciados, condenados por todos, deportados. No se trata solo de que sean oprimidos o explotados, sino de estar directamente “fuera del sistema”, al margen de la sociedad (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 53). Con ellos está también la Madre, clavada junto a esa cruz de la incomprensión y del sufrimiento.
También María nos muestra un modo de estar al lado de estas realidades; no es ir de paseo ni hacer una breve visita, ni tampoco es “turismo solidario”. Se trata de que quienes padecen una realidad de dolor nos sientan a su lado y de su lado, de modo firme, estable; todos los descartados de la sociedad pueden hacer experiencia de esta Madre delicadamente cercana, porque en el que sufre siguen abiertas las llagas de su Hijo Jesús. Ella lo aprendió al pie de la cruz. También nosotros estamos llamados a “tocar” el sufrimiento de los demás. Vayamos al encuentro de nuestro pueblo para consolarlo y acompañarlo; no tengamos miedo de experimentar la fuerza de la ternura y de implicarnos y complicarnos la vida por los otros (cf. ibíd., 270). Y, como María, permanezcamos firmes y de pie: con el corazón puesto en Dios y animados, levantando al que está caído, enalteciendo al humilde, ayudando a terminar con cualquier situación de opresión que los hace vivir como crucificados.
María es invitada por Jesús a recibir al discípulo amado como su hijo. El texto nos dice que estaban juntos, pero Jesús percibe que no lo suficiente, que no se han recibido mutuamente. Porque uno puede estar al lado de muchísimas personas, puede incluso compartir la misma vivienda, o el barrio, o el trabajo; puede compartir la fe, contemplar y gozar de los mismos misterios, pero no acogerse, no hacer el ejercicio de una aceptación amorosa del otro. Cuántos matrimonios podrían relatar sus historias de estar cerca pero no juntos; cuántos jóvenes sienten con dolor esta distancia con los adultos, cuántos ancianos se sienten fríamente atendidos, pero no amorosamente cuidados y recibidos.
Es cierto que, a veces, cuando nos hemos abierto a los demás nos ha hecho mucho daño. También es verdad que, en nuestras realidades políticas, la historia de desencuentro de los pueblos todavía está dolorosamente fresca. María se muestra como mujer abierta al perdón, a dejar de lado rencores y desconfianzas; renuncia a hacer reclamos por lo que “hubiera podido ser” si los amigos de su Hijo, si los sacerdotes de su pueblo o si los gobernantes se hubieran comportado de otra manera, no se deja ganar por la frustración o la impotencia. María le cree a Jesús y recibe al discípulo, porque las relaciones que nos sanan y liberan son las que nos abren al encuentro y a la fraternidad con los demás, porque descubren en el otro al mismo Dios (cf. ibíd., 92). Monseñor Sloskans, que descansa aquí, una vez apresado y enviado lejos, escribía a sus padres: «Os lo pido desde lo más hondo de mi corazón: no dejéis que la venganza o la exasperación se abran camino en vuestro corazón. Si lo permitiésemos no seríamos verdaderos cristianos, sino fanáticos». En tiempos donde pareciera que vuelve a haber modos de pensar que nos invitan a desconfiar de los otros, que con estadísticas nos quieren demostrar que estaríamos mejor, seríamos más prósperos, habría más seguridad si estuviéramos solos, María y los discípulos de estas tierras nos invitan a acoger, a volver a apostar por el hermano, por la fraternidad universal.
Pero María se muestra también como la mujer que se deja recibir, que humildemente acepta pasar a ser parte de las cosas del discípulo. En aquella boda que se había quedado sin vino, con el peligro de terminar llena de ritos pero seca de amor y de alegría, fue ella la que les mandó que hicieran lo que él les dijera (cf. Jn 2,5). Ahora, como discípula obediente, se deja recibir, se traslada, se acomoda al ritmo del más joven. Siempre cuesta la armonía cuando somos distintos, cuando los años, las historias y las circunstancias nos ponen en modos de sentir, pensar y hacer que a simple vista parecen opuestos. Cuando con fe escuchamos el mandato de recibir y ser recibidos, es posible construir la unidad en la diversidad, porque no nos frenan ni dividen las diferencias, sino que somos capaces de mirar más allá, de ver a los otros en su dignidad más profunda, como hijos de un mismo Padre (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228).
En esta, como en cada eucaristía, hacemos memoria de aquel día. Al pie de la cruz, María nos recuerda el gozo de haber sido reconocidos como sus hijos, y su Hijo Jesús nos invita a traerla a casa, a ponerla en medio de nuestra vida. Ella nos quiere regalar su valentía, para estar firmemente de pie; su humildad, que la hace adaptarse a las coordenadas de cada momento de la historia; y clama para que en este, su santuario, todos nos comprometamos a acogernos sin discriminarnos. Que todos en Letonia, sepan que estamos dispuestos a privilegiar a los más pobres, levantar a los caídos y recibir a los demás así como vienen y se presentan ante nosotros.
Al verlo, Pedro dice a Jesús:
- «Señor, y éste ¿qué?»
Jesús le contesta:
- «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.»
Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?»
Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo.
- «Míranos.»
Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pedro le dijo:
- «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar.»
Agarrándolo de la mano derecha lo incorporó. Al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos, se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios. La gente lo vio andar alabando a Dios; al caer en la cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado en la puerta Hermosa, quedaron estupefactos ante lo sucedido.
- «Israelitas, ¿por qué os extrañáis de esto? ¿Por qué nos miráis como si hubiéramos hecho andar a éste con nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.
Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos.
Como éste que veis aquí y que conocéis ha creído en su nombre, su nombre le ha dado vigor; su fe le ha restituido completamente la salud, a vista de todos vosotros.
Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer.
Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados; a ver si el Señor manda tiempos de consuelo, y envía a Jesús, el Mesías que os estaba destinado. Aunque tiene que quedarse en el cielo hasta la restauración universal que Dios anunció por boca de los santos profetas antiguos.
Moisés dijo: "El Señor Dios sacará de entre vosotros un profeta como yo: escucharéis todo lo que os diga; y quien no escuche al profeta será excluido del pueblo." Y, desde Samuel, todos los profetas anunciaron también estos días.
Vosotros sois los hijos de los profetas, los hijos de la afianza que hizo Dios con vuestros padres, cuando le dijo a Abrahán: "Tu descendencia será la bendición de todas las razas de la tierra."
Dios resucitó a su siervo y os lo envía en primer lugar a vosotros, para que os traiga la bendición, si os apartáis de vuestros pecados.»
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas; entre ellos el sumo sacerdote Anás, Caifás y Alejandro, y los demás que eran familia de sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan y los interrogaron:
- «¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho eso?»
Pedro, lleno de Espíritu Santo, respondió:
- «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.»
Les mandaron salir fuera del Sanedrín, y se pusieron a deliberar:
- «¿Qué vamos a hacer con esta gente? Es evidente que han hecho un milagro: lo sabe todo Jerusalén, y no podemos negarlo; pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos que vuelvan a mencionar a nadie ese nombre.»
Los llamaron y les prohibieron en absoluto predicar y enseñar en nombre de Jesús. Pedro y Juan replicaron:
-«¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído.»
Repitiendo la prohibición, los soltaron. No encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a Dios por lo sucedido.
Al oírlo, todos juntos invocaron a Dios en voz alta:
- «Señor, tú hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contienen; tú inspiraste a tu siervo, nuestro padre David, para que dijera:
"¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías."
Así fue: en esta ciudad se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo Jesús, tu Ungido, para realizar cuanto tu poder y tu voluntad habían determinado. Ahora, Señor, mira cómo nos amenazan, y da a tus siervos valentía para anunciar tu palabra; mientras tu brazo realiza curaciones, signos y prodigios, por el nombre de tu santo siervo Jesús.»
Al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos, los llenó a todos el Espíritu Santo, y anunciaban con valentía la palabra de Dios.
Clave de lectura
"Concretos y sencillos como los pequeños"
Miércoles, 29 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
En la primera Carta de san Juan Apóstol hay muchos contrastes: entre luz y oscuridad, entre mentira y verdad, entre pecado e inocencia (cf. 1Jn 1,5-7). Pero el apóstol llama siempre a la concreción, a la verdad, y nos dice que no podemos estar en comunión con Jesús y caminar en la oscuridad, porque Él es la luz. O una cosa u otra: el gris es peor, porque el gris te hace creer que caminas en la luz, porque no estás en la oscuridad,y esto te tranquiliza. El gris es muy traicionero. O una cosa u otra.
El apóstol continúa: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y no hay verdad en nosotros» (1Jn 1,8), porque todos hemos pecado, todos somos pecadores. Y aquí hay un aspecto que nos puede engañar: al decir “todos somos pecadores”, como quien dice “buenos días”, algo habitual, incluso algo social, no tenemos una verdadera conciencia del pecado. No: yo soy un pecador por esto, esto y esto. Lo concreto. Lo concreción de la verdad: la verdad es siempre concreta; las mentiras son etéreas, son como el aire, no puedes agarrarla. La verdad es concreta. Y no puedes ir a confesar tus pecados de manera abstracta: “Sí, yo... sí, una vez que perdí la paciencia, otra vez...”, y cosas abstractas. “Soy un pecador”. La concreción: “Yo hice esto. Yo pensé esto. Yo dije esto”. La concreción es lo que me hace sentir un pecador en serio y no un “pecador en el aire”.
Jesús dice en el Evangelio: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños» ( Mt 11,25). La concreción de los pequeños. Es hermoso escuchar a los pequeños cuando vienen a confesarse: no dicen cosas extrañas, “en el aire”; dicen cosas concretas, y a veces demasiado concretas porque tienen esa simplicidad que le da Dios a los pequeños. Recuerdo siempre a un niño que una vez vino a decirme que estaba triste porque se había peleado con su tía... Luego continuó. Le dije: “¿Qué has hecho?” – “Estaba en casa y quería ir a jugar a fútbol —un niño— pero mi tía, mamá no estaba, me dijo: «No, no sales: primero tienes que hacer los deberes». Una palabra tira de otra, y al final la mande a “ese país” [a paseo, n. de la r.]”. Era un niño de gran cultura geográfica... ¡También me dijo el nombre del país al que había mandado a su tía! Son así: sencillos, concretos.
También nosotros debemos ser sencillos, concretos: la concreción te lleva a la humildad, porque la humildad es concreta. “Todos somos pecadores” es algo abstracto. No: “Yo soy un pecador por esto, por esto y por esto”, y esto me lleva a sentir vergüenza de mirar a Jesús: “Perdóname”. La verdadera actitud del pecador. «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y no hay verdad en nosotros» (1Jn 1,8). Es una forma de decir que estamos sin pecado, es esa actitud abstracta del “sí, somos pecadores, sí, perdí la paciencia una vez...”, pero “todo en el aire”. No me doy cuenta de la realidad de mis pecados. “Pero, usted lo sabe bien, todos, todos hacemos estas cosas, lo siento, lo siento... me duele, no quiero hacerlo más, no quiero decirlo más, no quiero pensarlo más”. Es importante que dentro de nosotros demos nombre a nuestros pecados. La concreción. Porque si nos “mantenemos en el aire”, terminaremos en las tinieblas. Volvámonos como los pequeños, que dicen lo que sienten, lo que piensan: todavía no han aprendido el arte de decir las cosas un poco envueltas para que se entiendan, pero no se digan. Este es un arte de los grandes, que muchas veces no nos hace ningún bien.
Ayer recibí una carta de un chico de Caravaggio. Se llama Andrea. Y me contaba cosas suyas: las cartas de los chicos, de los niños, son muy hermosas, por lo concretas que son. Y me decía que había oído misa en la televisión y que tenía que “reprocharme” una cosa: que yo digo “que la paz sea con vosotros”, “y tú no puedes decirlo porque con la pandemia no podemos tocarnos”. No ve que ustedes [aquí en la iglesia] hacen una inclinación con la cabeza y no se tocan. Pero la libertad de decir las cosas como son.
Nosotros también, con el Señor, hemos de tener la libertad de decir las cosas como son: “Señor, yo estoy en pecado: ayúdame”. Como Pedro después de la primera pesca milagrosa: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Tener esta sabiduría de lo concreto. Porque el diablo quiere que vivamos en la tibieza, tibios, en el gris: ni bueno ni malo, ni blanco ni negro: gris. Una vida que no complace al Señor. Al Señor no le gustan los tibios. Concreción. Para no ser mentirosos. «Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos» (1Jn 1,9). Nos perdona cuando somos concretos. La vida espiritual es muy sencilla, muy sencilla; pero nosotros la complicamos con estos matices, y al final no llegamos nunca...
Pidamos al Señor la gracia de la sencillez y que nos dé esta gracia que da a la gente sencilla, a los niños, a los jóvenes que dicen lo que sienten, que no ocultan lo que sienten. Incluso si es algo equivocado, pero lo dicen. También con Él, decir las cosas: transparencia. Y no vivir una vida que no es ni una cosa ni la otra. La gracia de la libertad para decir estas cosas y también la gracia de conocer bien quiénes somos ante Dios.
CLAVE DE LECTURA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Queridos hermanos y hermanas:
Cuánta alegría y consuelo nos dan las palabras de san Juan que hemos escuchado: es tal el amor que Dios nos tiene, que nos hizo sus hijos, y, cuando podamos verlo cara a cara, descubriremos aún más la grandeza de su amor (cf. 1 Jn 3,1-10.19-22). No sólo eso. El amor de Dios es siempre más grande de lo que podemos imaginar, y se extiende incluso más allá de cualquier pecado que nuestra conciencia pueda reprocharnos. Es un amor que no conoce límites ni fronteras; no tiene esos obstáculos que nosotros, por el contrario, solemos poner a una persona, por temor a que nos quite nuestra libertad.
Sabemos que la condición de pecado tiene como consecuencia el alejamiento de Dios. De hecho, el pecado es una de las maneras con que nosotros nos alejamos de Él. Pero esto no significa que él se aleje de nosotros. La condición de debilidad y confusión en la que el pecado nos sitúa, constituye una razón más para que Dios permanezca cerca de nosotros. Esta certeza debe acompañarnos siempre en la vida. Las palabras del Apóstol son un motivo que impulsa a nuestro corazón a tener una fe inquebrantable en el amor del Padre: «En caso de que nos condene nuestro corazón, [pues] Dios es mayor que nuestro corazón» (v. 20).
Su gracia continúa trabajando en nosotros para fortalecer cada vez más la esperanza de que nunca seremos privados de su amor, a pesar de cualquier pecado que hayamos cometido, rechazando su presencia en nuestras vidas.
Esta esperanza es la que nos empuja a tomar conciencia de la desorientación que a menudo se apodera de nuestra vida, como le sucedió a Pedro, en el pasaje del Evangelio que hemos escuchado: «Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: “Antes de que cante el gallo me negarás tres veces”. Y saliendo afuera, lloró amargamente» (Mt 26,74-75). El evangelista es extremadamente sobrio. El canto del gallo sorprende a un hombre que todavía está confundido, después recuerda las palabras de Jesús y por último se rompe el velo, y Pedro comienza a vislumbrar, a través de las lágrimas, que Dios se revela en ese Cristo abofeteado, insultado, renegado por él, pero que va a morir por él. Pedro, que habría querido morir por Jesús, comprende ahora que debe dejar que muera por él. Pedro quería enseñar a su Maestro, quería adelantársele, en cambio, es Jesús quien va a morir por Pedro; y esto Pedro no lo había entendido, no lo había querido entender.
Pedro se encuentra ahora con la caridad del Señor y entiende por fin que él lo ama y le pide que se deje amar. Pedro se da cuenta de que siempre se había negado a dejarse amar, se había negado a dejarse salvar plenamente por Jesús y, por lo tanto, no quería que Jesús lo amara totalmente.
¡Qué difícil es dejarse amar verdaderamente! Siempre nos gustaría que algo de nosotros no esté obligado a la gratitud, cuando en realidad estamos en deuda por todo, porque Dios es el primero y nos salva completamente, con amor.
Pidamos ahora al Señor la gracia de conocer la grandeza de su amor, que borra todos nuestros pecados.
Dejémonos purificar por el amor para reconocer el amor verdadero.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA EN LA MEMORIA LITÚRGICA DEL BEATO PINO PUGLISI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Foro Itálico, Palermo
Sábado, 15 de septiembre de 2018
Hoy Dios nos habla de la victoria y de la derrota. San Juan en la primera lectura presenta la fe como «la victoria sobre mundo» (1 Juan 5, 4), mientras el Evangelio recoge las palabras de Jesús: «El que ama su vida, la pierde» (Juan 12, 25).
Esta es la derrota: pierde quien ama su vida. ¿Por qué? Ciertamente, no porque haya que odiar la vida: la vida debe ser amada y defendida, ¡es el primer don de Dios! Lo que lleva a la derrota es amar la propia vida, es decir, amar lo propio. El que vive para lo propio pierde, es un egoísta, decimos nosotros. Parecería lo contrario. El que vive para sí mismo, el que multiplica su facturación, el que tiene éxito, el que satisface plenamente sus necesidades parece un ganador a los ojos del mundo. La publicidad nos machaca con esta idea, —la idea de buscar lo propio, del egoísmo— y sin embargo Jesús no está de acuerdo y la rechaza. Según él, quien vive para sí mismo no solo pierde algo, sino toda la vida; mientras el que se entrega encuentra el sentido de la vida y gana.
Entonces hay que elegir: amor o egoísmo. El egoísta piensa en cuidar de su vida y está apegado a las cosas, al dinero, al poder, al placer. Entonces el diablo tiene las puertas abiertas. El diablo entra «por los bolsillos», si estás apegado al dinero. El diablo hace que creas que todo está bien, pero en realidad el corazón está anestesiado de egoísmo. El egoísmo es una anestesia muy potente. Este camino siempre termina mal: al final uno se queda solo, con el vacío dentro. El final de los egoístas es triste: vacíos, solos, rodeados solamente de quienes quieren heredar. Es como el grano del Evangelio: si permanece cerrado, se queda bajo tierra. Si, en cambio, se abre y muere, da fruto en la superficie.
Pero podríais decirme: darse, vivir para Dios y para los demás es un gran esfuerzo para nada, el mundo no gira así: para salir adelante no se necesitan granos de trigo, se necesita dinero y poder. Pero es una gran ilusión: el dinero y el poder no liberan al hombre, lo esclavizan. Escuchad: Dios no ejerce el poder para resolver nuestros males y los del mundo. Su camino es siempre el del amor humilde: solo el amor libera en el interior, da paz y alegría. Esta es la razón por la cual el verdadero poder, el poder según Dios, es el servicio. Lo dice Jesús. Y la voz más fuerte no es la del que grita más. La voz más fuerte es la oración. Y el mayor éxito no es la propia fama, como un pavo real, no. La gloria más grande, el mayor éxito es el testimonio.
Queridos hermanos y hermanas, hoy estamos llamados a elegir de qué lado estamos: vivir para nosotros mismos —con las manos cerradas [hace el gesto]— o dar la vida, con las manos abiertas [hace el gesto]. Solo dando la vida se derrota el mal. Un precio muy alto, pero solo así [se derrota el mal]. Don Pino nos lo enseña: no vivía para ser visto, no vivía de llamamientos contra la mafia, y tampoco se contentaba con no hacer nada malo, pero sembraba el bien, mucho bien. La suya parecía la lógica de un perdedor, mientras la lógica de la cartera parecía la ganadora. Pero el padre Pino tenía razón: la lógica del dios-dinero es siempre perdedora. Miremos dentro de nosotros. Tener empuja siempre a querer: tengo una cosa e inmediatamente quiero otra, y luego otra, más y más, sin fin. Cuanto más tienes, más quieres: es una mala adicción. Es una mala adicción. Es como una droga. El que se infla de cosas estalla. El que ama, en cambio, se encuentra a sí mismo y descubre qué hermoso es ayudar, qué hermoso es servir; encuentra alegría dentro y una sonrisa fuera, como lo fue para Don Pino.
Hace veinticinco años, como hoy, cuando murió el día de su cumpleaños, coronó su victoria con una sonrisa, con esa sonrisa que no dejó dormir por la noche a su asesino, que dijo, «había una especie de luz en aquella sonrisa». El padre Pino estaba indefenso, pero su sonrisa transmitía la fuerza de Dios: no un resplandor cegador, sino una luz apacible que excava dentro e ilumina el corazón. Es la luz del amor, del don, del servicio. Necesitamos tantos sacerdotes sonrientes. Necesitamos cristianos sonrientes, no porque se tomen las cosas a la ligera, sino porque son ricos solo de la alegría de Dios, porque creen en el amor y viven para servir. Dando la vida se encuentra la alegría, porque hay más alegría en dar que en recibir (cf. Hechos 20, 35). Entonces me gustaría preguntaros: ¿También vosotros queréis vivir así? ¿Queréis dar la vida, sin esperar a que otros den el primer paso? ¿Queréis hacer el bien sin esperar algo a cambio, sin esperar a que el mundo mejore? Queridos hermanos y hermanas ¿queréis arriesgaros por este camino, arriesgaros por el Señor?
Don Pino, él sí, él sabía que estaba en peligro, pero sabía sobre todo que el peligro real en la vida no es arriesgarse, es vivir entre el confort, con las medias tintas, con los atajos. Dios nos libre de vivir por lo bajo, contentándonos con verdades a medias. Las verdades a medias no sacian el corazón, no hacen bien. Dios nos libre de una vida pequeña, que gira en torno a lo «menudo». Nos libre de pensar que todo está bien si a mí me va bien y que los demás se las arreglen. Nos libre de creer que somos justos si no hacemos nada para contrarrestar la injusticia. El que no hace nada para contrarrestar la injusticia no es un hombre o una mujer justo. Nos libre de creer que somos buenos solo porque no hacemos nada malo. «Es bueno —decía un santo— no hacer el mal. Pero es malo no hacer el bien» (san Alberto Hurtado). Señor, danos el deseo de hacer el bien; de buscar la verdad que detesta la falsedad; de elegir el sacrificio, no la pereza; el amor, no el odio; el perdón, no la venganza.
A los demás la vida se les da, a los demás la vida se les da, no se les quita. No puedes creer en Dios y odiar a tu hermano, quitar la vida con odio. La primera lectura recuerda esto: «Si uno dice: “Amo a Dios” y aborrece a su hermano, es un mentiroso» (1 Juan 4, 20). Un mentiroso, porque desmiente la fe que dice que tiene, la fe que profesa Dios-amor. El amor de Dios repudia toda violencia y ama a todos los hombres. Por lo tanto, la palabra odio debe ser borrada de la vida cristiana; por eso, uno no puede creer en Dios y maltratar a tu hermano. No se puede creer en Dios y ser mafioso. El mafioso no vive como cristiano, porque blasfema con su vida el nombre de Dios-amor. Hoy necesitamos hombres y mujeres de amor, no hombres y mujeres de honor; de servicio, no de dominio. Tenemos necesidad de caminar juntos, no de perseguir el poder. Si la letanía de la mafia es: «Tú no sabes quién soy yo», la cristiana es: «Yo te necesito». Si la amenaza mafiosa es: «Me la pagarás», la oración cristiana es: «Señor, ayúdame a amar». Por eso, digo a los mafiosos: ¡Cambiad, hermanos y hermanas! Dejad de pensar en vosotros y en vuestro dinero. Sabes, sabéis que «el sudario no tiene bolsillos». No podréis llevaros nada. ¡Convertíos al verdadero Dios de Jesucristo, queridos hermanos y hermanas! Os digo a vosotros, mafiosos: si no lo hacéis, vuestra vida se perderá y será la peor de las derrotas.
Hoy el Evangelio termina con la invitación de Jesús: «Si alguno me sirve, que me siga» (v.26). Que me siga, es decir, que se ponga en camino. No se puede seguir a Jesús con las ideas, hay que moverse. «Si cada uno hace algo, se puede hacer mucho», repetía don Pino. ¿Cuántos de nosotros ponemos en práctica estas palabras? Hoy, ante él, preguntémonos: «¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer por los demás, por la Iglesia, por la sociedad?». No esperes a que la Iglesia haga algo por ti, empieza tú. No esperes a que lo haga la sociedad, ¡empieza tú! No pienses en ti mismo, no huyas de tu responsabilidad, ¡elige el amor! Siente la vida de tu gente necesitada, escucha a tu pueblo. Temed la sordera de no escuchar a vuestro pueblo. Este es el único populismo posible: escuchar a vuestro pueblo, el único «populismo cristiano»: escuchar y servir al pueblo, sin gritar, acusar y provocar disputas.
Así hizo el padre Pino, pobre entre los pobres de su tierra. En su habitación, la silla donde estudiaba estaba rota. Pero la silla no era el centro de su vida, porque no estaba sentado a descansar, sino que vivía en camino hacia el amor. Ésta es la mentalidad ganadora. Ésta es la victoria de la fe, nacida del don diario de uno mismo. Ésta es la victoria de la fe, que lleva la sonrisa de Dios a los caminos del mundo. Ésta es la victoria de la fe, que nace del escándalo del martirio. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13). Estas palabras de Jesús, escritas en la tumba de don Puglisi, recuerdan a todos que dar la vida fue el secreto de su victoria, el secreto de una vida hermosa. Hoy también nosotros, queridos hermanos y hermanas, elijamos una vida hermosa. Que así sea.
Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!
¿Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus juicios se hicieron manifiestos.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA EN CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Cementerio Laurentino, Roma
Viernes, 2 de noviembre de 2018
La liturgia de hoy es realista, es concreta. Nos enmarca en las tres dimensiones de la vida, dimensiones que incluso los niños entienden: el pasado, el futuro, el presente.
Hoy es un día de recuerdo del pasado, un día para recordar a quienes caminaron antes que nosotros, a aquellos que también nos han acompañado, nos han dado la vida. Recordar, hacer memoria. La memoria es lo que hace que un pueblo sea fuerte, porque se siente enraizado en un camino, enraizado en una historia, enraizado en un pueblo. La memoria nos hace entender que no estamos solos, somos un pueblo: un pueblo que tiene historia, que tiene pasado, que tiene vida. Recordar a tantos que han compartido un camino con nosotros, y están aquí [indica las tumbas alrededor]. No es fácil recordar. A nosotros, muchas veces, nos cuesta regresar con el pensamiento a lo que sucedió en mi vida, en mi familia, en mi pueblo... Pero hoy es un día de memoria, la memoria que nos lleva a las raíces: a mis raíces, a las raíces de mi pueblo.
Y hoy también es un día de esperanza: la segunda lectura nos ha mostrado lo que nos espera. Un cielo nuevo, una tierra nueva y la ciudad santa de Jerusalén, nueva. Hermosa es la imagen que usa para hacernos entender lo que nos espera: «Y la vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia, ataviada para su esposo» (cf. Apocalipsis 21, 2). Nos espera la belleza... Memoria y esperanza, esperanza de encontrarnos, esperanza de llegar donde está el Amor que nos creó, donde está el Amor que nos espera: el amor del Padre.
Y entre la memoria y la esperanza está la tercera dimensión, la del camino que debemos recorrer y que recorremos. ¿Y cómo recorrer camino sin equivocarse? ¿Cuáles son las luces que me ayudarán a no equivocarme de camino? ¿Cuál es el «navegador» que Dios mismo nos ha dado, para no equivocarnos? Son las bienaventuranzas que Jesús nos enseñó en el evangelio. Estas bienaventuranzas (mansedumbre, pobreza de espíritu, justicia, misericordia, pureza de corazón) son las luces que nos acompañan para no equivocarnos de camino: este es nuestro presente. En este cementerio están las tres dimensiones de la vida: la memoria, podemos verla allí [indica las tumbas]; la esperanza, la celebraremos ahora en la fe, no en la visión; y las luces que nos guían en nuestro camino para no equivocar el camino, las hemos escuchado en el Evangelio: son las Bienaventuranzas.
Pidamos hoy al Señor que nos brinde la gracia de no perder nunca la memoria, de no esconder nunca la memoria, —la memoria de una persona, la memoria familiar, la memoria del pueblo— y que nos dé la gracia de la esperanza, porque la esperanza es un don suyo: saber esperar, mirar al horizonte, no permanecer cerrado frente a un muro. Mirar siempre al horizonte y la esperanza. Y que nos de la gracia de entender cuáles son las luces que nos acompañarán en el camino para no equivocarnos, y así llegar a donde nos están esperando con tanto amor.