Job
-¡Piedad, piedad de mí, amigos míos,
que me ha herido la mano de Dios!
¿Por qué me perseguís como Dios
y no os hartáis de escarnecerme?
¡Ojalá se escribieran mis palabras,
ojalá se grabaran en cobre;
con cincel de hierro y en plomo
se escribieran para siempre en la roca!
«Yo sé que está vivo mi Vengador
y que al final se alzará sobre el polvo:
después que me arranquen la piel,
ya sin carne, veré a Dios;
yo mismo lo veré, y no otro,
mis propios ojos lo verán».
¡Desfallezco de ansias en mi pecho!
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA POR TODOS LOS CAÍDOS DE LAS GUERRAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Cementerio Americano de Nettuno
Jueves, 2 de noviembre de 2017
Todos nosotros, hoy, estamos reunidos aquí en esperanza. Cada uno de nosotros, en el propio corazón, puede repetir las palabras de Job que hemos escuchado en la primera Lectura: «Yo sé que mi Defensor está vivo y que él, el último se levantará sobre el polvo». La esperanza de reencontrar a Dios, de reencontrarnos todos nosotros, como hermanos: y esta esperanza no desilusiona. Pablo fue fuerte en aquella expresión de la segunda Lectura: «La esperanza no desilusiona».
Pero la esperanza muchas veces nace y hunde sus raíces en muchas llagas humanas, en muchos dolores humanos y aquel momento de dolor, de aflicción, de sufrimiento nos hace mirar el Cielo y decir: «yo creo que mi Redentor está vivo. Pero párate, Señor». Y esta es la oración que tal vez sale de todos nosotros, cuando miramos este cementerio. «Estoy seguro, Señor, que estos nuestros hermanos están contigo. Estoy seguro», nosotros decimos esto. «Pero, por favor, Señor, párate. No más. No más la guerra. No más esta masacre inútil», como había dicho Benedicto XV. Mejor esperar sin esta destrucción: jóvenes... miles, miles, miles, miles... esperanzas rotas. «No más, Señor». Y esto debemos decirlo hoy, que rezamos por todos los difuntos, pero en este lugar rezamos de modo especial por estos jóvenes; hoy que el mundo de nuevo está en guerra y se prepara para ir más fuertemente a la guerra. «No más, Señor. No más». Con la guerra se pierde todo.
Me viene a la mente esa anciana que mirando las ruinas de Hiroshima, con resignación sapiencial pero mucho dolor, con esa resignación de lamento que saben vivir las mujeres, porque es su carisma, decía: «Los hombres hacen de todo para declarar y hacer una guerra, y al final se destruyen a sí mismos». Esta es la guerra: la destrucción de nosotros mismos. Seguramente esa mujer, esa anciana, allí había perdido hijos y nietos; le habían quedado solo las heridas en el corazón y las lágrimas. Y si hoy es un día de esperanza, hoy es también un día de lágrimas. Lágrimas como esas que sentían y tenían las mujeres cuando llegaba el correo: «Usted, señora, tiene el honor de que su marido ha sido un héroe de la patria; que sus hijos son héroes de la patria». Son lágrimas que hoy la humanidad no debe olvidar. ¡Este orgullo de esta humanidad que no ha aprendido la lección y parece que no quiera aprenderla!
Cuando muchas veces en la historia los hombres piensan en hacer una guerra, están convencido de llevar un mundo nuevo, están convencidos de hacer una «primavera». Y termina en un invierno, feo, cruel, con el reino del terror y la muerte. Hoy rezamos por todos los difuntos, todos, pero de forma especial por estos jóvenes, en un momento en el que muchos mueren en las batallas de cada día y de esta guerra por partes. Rezamos también por los muertos de hoy, los muertos de guerra, también niños, inocentes. Este es el fruto de la guerra: la muerte. Y que el Señor nos dé la gracia de llorar.